jueves, 14 de octubre de 2010

Francisco Saucedo y su novela "Crecida de Mar"

En la edición del 13 de octubre de 2010, EL SUR publicó la siguiente nota:
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Escribir es liberar fantasmas, sacar lo que podría pudrirse dentro de uno: Francisco Saucedo
Iris García Cuevas
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El miedo, la culpa, la degradación del individuo como única posibilidad de supervivencia, son algunos de los temas que toca Crecida de mar, novela de Francisco Saucedo Navarrete, presentada en el Centro Cultural De Mina el sábado pasado, ante cinco decenas de personas conformadas principalmente por familiares y amigos del autor.
En entrevista, el también colaborador de El Sur, reconoció que a pesar de haber escrito y publicado una novela no termina de asumirse como escritor, es más bien “un hombre que escribe”. Su postura ante el acto de la escritura recuerda la propuesta del filósofo alemán Walter Benjamin, quien suponía que el ejercicio del arte debe ser patrimonio de la sociedad en su conjunto y no de un grupo privilegiado por su formación y sus medios de producción; desde esta perspectiva, cualquiera tiene derecho a escribir y publicar una novela.
Crecida de mar es una edición del autor; en este sentido, Saucedo Navarrete también está en contra de la actitud dependiente que asumen algunos creadores esperando el apoyo gubernamental para la producción de su obra: “mejor hablemos entre nosotros y saquemos adelante los proyectos nosotros”, dijo. Sin embargo, no descartó la posibilidad de que la novela sea reeditada posteriormente bajo algún sello editorial.
El mar como descubrimiento interno
Crecida de mar es la historia de un muchacho que se une a la tripulación de un barco para huir de la culpa; la historia es de un capitán acapulqueño llamado Garapacho, que en su juventud formó parte de una banda de contrabandistas y sabe que los hombres que cometen errores vuelven a equivocarse pero pueden levantarse cada vez; la historia es de una embarcación llamada La Chillona y los hombres que recorren en ella el océano Pacífico buscando camarones y un modo de sobrevivencia y según el autor “tiene algo de La isla del tesoro y Moby Dick”.
Lector de novelas históricas y de ciencia ficción, Francisco Saucedo comentó que eligió el mar como escenario de su novela porque le parece que la situación del hombre frente al mar “es atípica, especial y encierra mucho de la esencia del ser humano; la idea de la aventura, del desapego, del descubrimiento, tiene que ser, evidentemente, un descubrimiento interno”.
Personajes repletos de maldad
La historia de vida del capitán Garapacho, narrada en primera persona, ocurre en “un Acapulco antiguo” que a decir del autor “no era tan paradisiaco como suponemos; sí existe un marco natural hermoso, pero el chiste, el secreto del éxito de Acapulco, es que cualquiera con dinero tenía el poder de conseguir lo que quisiera”.
Señaló que sus personajes, particularmente los adultos, “están repletos de maldad, de cosas que se les fueron pudriendo por dentro”, y por ello han perdido su identidad primaria que era esencialmente buena; sin embargo, en ellos “no hay un cuestionamiento moral, van caminando como tienen que caminar, porque aquí nos agarró la ola y pues ni modo”.
Sus personajes, dijo, “no buscan la trascendencia, sino solucionar el aquí y el ahora, y ese es parte del problema de todos los personajes, no hay una reflexión sobre el mañana” y ese, agregó, es también el problema de la humanidad: “no hay esa búsqueda de la trascendencia, no buscamos el lado bueno, que también existe, no lo preservamos”.
La novela: una forma de de trascender
Saucedo Navarrete también ha incursionado en el teatro, el cine, y más recientemente en el periodismo, para él estas actividades aparentemente divergentes tienen en el fondo la misma finalidad que la literatura: “contar historias”.
Para Saucedo Navarrete no existe distancia entre el narrador de la novela y su persona como autor, para él escribir es liberar fantasmas, “darles carne a muchas de esas cosas que, si me las guardo, podrían hacer que me pudriera por dentro”.
También es una manera de trascender, “pero la trascendencia no tiene que ver con la popularidad o la fama, sino como la búsqueda de objetivos profundos, más allá del interés instantáneo”.
La literatura: un acto de amor
Para el autor de Crecida de mar la literatura es, a final de cuentas, un acto de amor por los demás porque implica ponerse en el lugar del otro: “cuando escribes de un niño que a los ocho años se da cuenta de que su papá mató a su tío, tienes que tener mucho amor para escribir eso, para entender qué demonios sintió ese niño y no quedarte sólo con el hecho impactante”.
Agregó: “Cuando escribo de los niños que comían manguitos verdes hasta que les dolía la panza estoy hablando de mi mamá, porque mi mamá tuvo una época en que, por circunstancia de la vida, era eso lo que comía con sus hermanos; es una empatía que logro con ella, de decirle: te entiendo, entiendo la impotencia que puede tener un niño que no tiene otra cosa que hacer que comer mangos verdes, eso es un acto de amor”.
Actualmente, Saucedo Navarrete escribe su segunda novela y está planeando la realización de un cortometraje.
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lunes, 4 de octubre de 2010

Sobre la ausencia del padre: los desaparecidos en la guerra sucia en Guerrero

En la edición del 04 de octubre de 2010, LA JORNADA GUERRERO publicó la siguiente nota:
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Rosendo Radilla Pacheco y Ausencio Bello Ríos
Judith Solís Téllez
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Presento en este artículo dos casos sobre la ausencia del padre desaparecido como consecuencia de la guerra sucia en Guerrero. Para ello me basaré en la obra de Andrea Radilla Martínez, Voces Acalladas. Vidas Truncadas. Perfil biográfico de Rosendo Radilla Pacheco (SEMUJER/UAG, 2008[2002]) y en el drama poético: No es el viento el que disfrazado viene (H. Ayuntamiento de Acapulco, 2004) de Jesús Bartolo Bello López.
El poeta nos interna por los senderos íntimos de su dolor, de su orfandad, que es la de muchos: “Mi padre es una colección de fotos que no llegan a diez. Es sólo la preocupación perpetua de la abuela. Un rostro inmóvil del cual no sé su sonrisa.” (Bello, 2004:24). Jesús Bartolo a través de su poesía convierte a Ausencio Bello Ríos, su progenitor, en símbolo de los desaparecidos.
Con la publicación del libro sobre su padre, Andrea Radilla Martínez, logró documentar el primer caso de un desaparecido político mexicano, gracias a lo cual fue posible llevar el caso de don Rosendo Radilla ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual encontró culpable al Estado mexicano por desaparición forzada de personas.
Los casos de Rosendo Radilla Pacheco y Ausencio Bello Ríos son los paradigmas de lo ocurrido en Atoyac, “donde se tienen contadas más de 450 personas desaparecidas por el Ejército mexicano de las 650 que hay registradas en Guerrero, indicó el secretario ejecutivo de la Afadem, Julio Mata Montiel” (Valadez en La Jornada Guerrero, 31 de mayo 2010). Por esa afrenta la “comunidad” a la que pertenecían los desaparecidos, Atoyac de Álvarez, también debe de ser considerada como víctima de la Guerra sucia, y de hecho en la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos los representantes solicitaron a la Corte que declare al Estado responsable por el perjuicio ocasionado al señor Rosendo Radilla Pacheco a sus familiares y a la “comunidad” a la que pertenecía don Rosendo (Caso Radilla Pacheco, Sentencia del 23 de noviembre de 2009: 3). La historia de Atoyac presenta en su paisaje esta huella de la memoria colectiva de la Guerra sucia como rememora Bartolo: “Con la línea amarilla llegaron los armados verdes y la gente se volvió hosca y desconfiada. La palabra desaparecido ramificó sus letras.”(Bello, 2004: 16-17).
En el homenaje a Carlos Montemayor y a Andrea Radilla durante la conmemoración de la semana internacional del detenido-desaparecido, que se llevó a cabo en Atoyac, el domingo 30 de mayo del 2010, se consideró que la novela Guerra en el paraíso documenta a su vez lo ocurrido en Atoyac (Valadez en La Jornada Guerrero, 31 de mayo 2010). Uno de los acuerdos del homenaje fue llevar a la Corte Interamericana los casos de todos los desaparecidos documentados por la Afadem.
Andrea Radilla a través de su obra busca la dignificación de todos los desaparecidos y puso el ejemplo a seguir con los 650 casos de desaparecidos: “Cada uno de ellos tiene una historia de vida, no son datos en las estadísticas” (Radilla, 2008:22). Andrea escribió su libro desde el dolor, desde la angustia provocada por los gobiernos y por los organismos “que se dicen defensores de los derechos humanos” (39). Romper silencios significa para ella el comienzo para reconstruir una historia desde abajo, desde los portadores del dolor” (18).
Sin duda la obra de Andrea Radilla Martínez y la de Jesús Bartolo Bello López, aunque hayan optado por caminos diferentes, contribuyen cada una a su manera a expresar la herida lacerante del no olvido a la búsqueda de la justicia.
Bartolo a través de su poesía recuperó la memoria de su padre y nos hizo inolvidables a los desaparecidos: “Ves, Mabré, cómo tu tristeza es antigua? De qué sirve que diga. ‘tu padre era un ciruelo de frutas dulce’. Decirte: ‘su voz fulgía como chicharra en la tarde y sus manos ramas de parota te abrazaban pájaro o duende dormido’”.
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jueves, 23 de septiembre de 2010

Tercer lugar, Primer Certamen Estatal de Cuento Corto "Elena Garro"

En la edición del miércoles 25 de agosto de 2010, DIARIO 21 publicó el siguiente cuento, de los que aquí se han publicado ya el primero y segundo lugares:
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Mercedes
3er. Lugar
Antonio Fernando León Díaz
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Las imágenes y los recuerdos me llegan con los primeros rayos del sol para irse multiplicando conforme pasan los minutos. No he podido dormir en toda la noche, he regresado a Iguala después de haber estado 57 años fuera. No volví jamás, no sé si fue a propósito o por azares del destino, el hecho es que me alejé de esta ciudad como si alguna fuerza extraña me impulsara a hacerlo. Ahora estoy aquí, a mis ochenta años de edad, intentando revivir en mi mente aquel mágico día, cuando conocí a Mercedes, mujer por quien en esta madrugada se agolpa en mí la melancolía. ¿Por por qué estoy aquí? ¿Qué busco? No lo sé, ojalá lo supiera.
Era el año de 1953, se festejaba en Iguala la primera feria a La Bandera. Había puestos de vendimia en el atrio de la iglesia y en el parque que estaba enfrente, el cual, si no mal recuerdo, tenía 32 tamarindos a su alrededor. En la contra esquina del atrio, estaban los juegos mecánicos. Todo ubicado en el centro de esta apacible ciudad.
Yo tenía por aquel entonces 23 años de edad y no era mal parecido, y como me gustaba practicar el baloncesto y la natación, tenía un cuerpo medio atlético, en pocas palabras era yo un buen mozo. Trabajaba como agente de ventas de una de las distribuidoras de productos de mercería más importantes del país, y estaba en Iguala precisamente para abrir mercado a esos productos, y qué mejor ocasión que cuando se festejaba por primera vez en su historia La Feria a La Bandera en esta ciudad. Después de recorrer los negocios de esa población, me fui al hotel en donde me había hospedado, ubicado a un costado del parque. Me bañé y me recosté para reposar del ajetreado día que había tenido, el cansancio hizo que el sueño hiciera presa de mí. Como la ventana de mi cuarto daba hacia el parque, al iniciar la noche me despertó el bullicio de los lugareños y visitantes que ya comenzaban a divertirse en la feria. Me vestí y salí a curiosear un rato, era una celebración sencilla para mi gusto, ya que por mi trabajo había tenido la oportunidad de conocer grandes ciudades con festividades más elaboradas.
Iba caminando entre los juegos mecánicos cuando observé a una joven hermosa que quería subirse a la rueda de la fortuna, pero le faltaba alguien que la acompañara, ya que los asientos eran para dos personas. Como me sentí sumamente atraído por esa mujer, me apresuré a comprar mi boleto y le dije que si podíamos ir juntos, puesto que ambos estábamos sin acompañante. Ella dudó un poco en aceptar mi compañía, pero finalmente accedió aunque con cierta desconfianza porque se sentó retirada de mí. Le dije quien era y del por qué de mi paso por Iguala, ya que ella previamente me dijo que nunca me había visto por su tierra. Cuando le pregunté cómo se llamaba, ella me respondió: Mercedes. En ese instante sentí como si su nombre besara mis labios, y no tuve otro pensamiento más que el de estar el mayor tiempo posible en su compañía.
Bajamos del juego y la invité a que me acompañara por la feria, argumentando que yo no conocía a nadie. Mercedes accedió amablemente, aunque la desconfianza hacia mí seguía presente, pues caminaba retirada a una prudente distancia de mi persona, como si tuviera algún temor de que nos vieran juntos. Pasamos un largo rato entre los juegos y los puestos de vendimia, nos comimos un algodón de azúcar y tomamos agua de tamarindo. Antes de que yo bebiera el agua fresca me dijo: Ten cuidado, si quieres mejor toma agua de otra fruta, porque se dice que los fuereños que toman agua de tamarindo en Iguala, se quedan aquí para toda la vida. Yo me reí y le dije: Pues ya estará de Dios que muera por estas tierras tamarinderas. Después de mi respuesta, le di un enorme trago a mi agua de tamarindo. Ella sonrió, ahora con un gesto de malicia que no le había visto toda la noche.
Me platicó sobre muchas cosas, como el hecho de que en 1932 se festejó el centenario de haber plantado los tamarindos aquí en Iguala por el general Luis Gonzaga Vieyra, que se eligió una reina de los festejos y que la que ganó se llamaba igual que ella: Mercedes, pero que era muda. Sin embargo no me platicó nada en particular de su persona, se veía contenta en mi compañía y nada más, mientras yo buscaba un espacio en la conversación para insinuarle mis intenciones de iniciar un romance, ella muy hábilmente insertaba tópicos en la charla que lo impedían. Miró su reloj y dijo: ¡Cielos es muy tarde!, ya van a dar las diez, ¿me podrías acompañar a mi casa? Respondí de inmediato: ¡Claro que sí, para mí es un honor!
Caminamos hacia un costado del parque unas cuatro o cinco calles hasta que se detuvo frente a una puerta. Me dijo: Aquí vivo, soy casada, mi esposo es de mayor edad que yo y está delicado de salud, posiblemente ya esté dormido, gracias por tu compañía. En ese instante me sentí ridículo, yo pensando en un romance y ella en su marido enfermo. Le iba a ofrecer mi mano para despedirme cuando me dijo: Ah, por cierto, no sé si sepas algo de plomería, está tapada la tubería del fregadero, ¿podrías pasar para ver si la puedes arreglar? Le respondí: ¿Y tu esposo, no se enojará? Ella me respondió: No lo creo, además ya está dormido, debe de haberse tomado ya su medicina y esa le provoca cierta somnolencia. Le dije: pero yo no tengo herramienta para eso. Ella contestó: Aquí en casa tenemos, pasa y échale un vistazo, total, si no se puedes o la herramienta no te sirve pues ni modo.
Me hizo pasar al interior de su casa, era de dos pisos, en el de arriba estaban las recámaras, y ahí supuse estaría dormido su esposo sumamente enfermo. Mercedes me condujo a la cocina, sacó de un mueble una caja de herramientas y me las dio. Me dijo: Revisa el desperfecto, yo en seguida vuelvo, voy a ver cómo está mi esposo, siéntete en confianza.
Tomé la herramienta y me metí debajo del fregadero, estaba de espaldas con medio cuerpo adentro de un espacio construido de cemento exprofeso para colocar el mueble para lavar los trastes. Estaba intentando aflojar una tuerca que unía a dos tubos, cuando escuché los pasos diminutos de Mercedes. Caminó hacia el fregadero y pude ver que vestía una bata de dormir muy delgada, casi transparente, que descubría parte de sus piernas firmes y elásticas a cada paso que daba de manera por demás encantadora. Se paró cerca de mi cintura y dijo: ¿Podrás arreglar el daño? Sin haberme dado cuenta de qué clase de daño se trataba o si es que acaso podría yo repararlo, le respondí: No es grave, parece que lo podré arreglar en un momento. El estar dentro de su casa y las ansias de estar con ella, me hacían comportarme con demasiada imprudencia, sin pensar en la reacción de su esposo si es que llegaba a despertar y nos viera en la cocina, o si llegaba algún otro pariente y al desconocerme fuera pensar lo peor de esa situación.
Mercedes se inclinó para poder mirar lo que yo hacía, pero desde esa posición no podía verme porque el mueble del fregadero era muy ancho, entonces se arrodilló, introdujo un poco la cabeza en donde yo estaba, y después de su rostro de abismal belleza, vi sus senos que se desbordaban por entre la abertura de su bata. Levanté lo más que pude mi cabeza y le dije con tono de reclamo: ¿Qué es lo que quieres en realidad? Comprendió mi turbación y debió de leer en mis ojos el terrible deseo que me inundaba, pues sonriendo con malicia de quien se siente dueña de la situación, me dijo: Nada, ¿por qué?
Sin embargo ella seguía en la misma posición, y no hacía nada por cerrar el cuello de su bata que me seguía permitiendo admirar a sus senos provocativos, beligerantes, casi desnudos. Me hubiera bastado estirar el brazo para tocarlos….., y lo estiré. Sentí una tibieza palpitante y ardiente, y una suavidad de terciopelo que me transportaba más allá de la cordura. Atraje su cabeza hacia mí y nos besamos. Después del beso se incorporó nerviosamente y yo me puse de pie, ella tenía un cierto aire de arrepentimiento pero al mismo tiempo de satisfacción. –Mi marido está muy enfermo-, dijo tranquilamente. Yo seguía mirándola con un terrible deseo, casi sin escuchar sus palabras. Pasó muy mala noche –volvió a decir-, es una extraña enfermedad que lo va consumiendo poco a poco, como si algo lo fuera chupando por dentro, nos han sugerido cierta forma de curarlo pero no la hemos intentado, nos parece muy riesgosa. Después ella ya no dijo nada y yo tampoco encontraba algún comentario adecuado para el momento, me cegaba el deseo que Mercedes ya había despertado en mí. A la decepción, se sumaba la impotencia y el resentimiento por su provocación a ultranza: ¿cómo se transita por la geografía de un deseo inexpugnable? La incomodidad del silencio patético que había entre ella y yo se rompió con una voz grave y vieja, quejumbrosa por demás: Mercedes, sube, siento que ahora sí me estoy muriendo. Su marido la solicitaba tal vez porque había empeorado su condición, o alguna incomodidad lo agobiaba.
Ella me acarició la nuca, me dio un ligero beso en los labios y me dijo con voz sensual pero persuasiva: Sube, acompáñame para que lo conozcas, no va a pasar nada, de seguro ni te va a ver, está tan débil, además necesito que me ayudes en algo. No sé por qué decidí subir a la recamara del moribundo, ¿por morbo?, ¿incredulidad de que tal vez no era lo que parecía?, ¿audacia de que a lo mejor el romance se daba en una de las recámaras? No lo sé, pero subí. Lo vi desde la puerta, el rostro del hombre se veía sumamente amarillento, para ser más preciso como pergamino, dicen que se necesita que la muerte lo agarre a uno de las entrañas para que los seres y las cosas se parezcan a los pergaminos, pero ese hombre todavía respiraba, aunque con mucha dificultad.
Mercedes me pidió que lo auxiliara para aplicarle un tratamiento a su esposo, me sentí estúpido ante esa situación pero acepté, más por lástima hacia aquel pobre hombre moribundo que por querer quedar bien con ella. Me dijo que tomara una pomada color verdosa y que se la untara en el pecho. Me indicaba los movimientos precisos que yo debía hacer tal como si ella fuera una experta curandera. Cuando frotaba el pecho del marido, sentí como si él expulsara un vaho gélido y fétido hacia mi cara, volteé de inmediato, pero el rostro de aquel hombre parecía como petrificado con sus labios sellados por la resequedad, en ese momento hasta me pareció increíble que ese sujeto hubiera hablado hace apenas un rato. Le pregunté a ella: ¿Por qué no dice nada si hace un rato habló? Me respondió: No lo sé, son muy frecuentes las ocasiones en que dice unas cuantas palabras y después pasa hasta un par de horas sin decir nada.
Me apresuré a terminar con mi encomienda, pues no deseaba que este hombre se despertara y me hablara cuando yo estuviera con mis manos sobre él. No sé por qué, pero en ese momento comencé a sentir un poco de temor. Pensé: “¿y si se muere?, a lo mejor me echan la culpa de que vine a ahogarlo para quedarme con la viudita”. Lo único que se me vino a la mente fue el salir lo más rápido posible de ese lugar. Le dije: Ya terminé, te dejo en paz, yo me retiro. Ella respondió: Espera un poco más. Falta otra cosa. Ayúdame con eso y ya no te molestaré, podrás irte a seguir disfrutando de la feria de mi pueblo. Miré por la ventana, la noche seguía indiferente su milenario curso por entre las estrellas y la luna, entre las ilusiones de los enamorados y entre las cosas más triviales de nuestra existencia. Dentro del cuarto sentía calor, inexplicablemente el frotarle esa pomada en el torso al viejo me había provocado cierta fatiga que me invitaba al sueño. Está bien -le dije-, pero apresúrate, porque me siento cansado y con sueño, deseo lo más pronto posible estar en mi cuarto y dormirme.
Mercedes me dio instrucciones: Toma ese ungüento azul y úntale un poquito en cada uno de sus párpados, con ese líquido amarillo humedécete las manos y frota su cabello, después mójale siete veces los labios con ese líquido que parece leche.
Mientras yo seguía paso a paso lo que me había indicado, noté que ella se untaba algo por todo el cuerpo mientras decía palabras ininteligibles. Yo me sentía más fatigado. Cuando terminé mi encomienda me pidió que la auxiliara para cambiarlo de ropa: le pusimos una de color blanca sin que el tipo reaccionara para nada. Mercedes tomó unos sorbos de una extraña bebida y juntó su boca con la mía para pasarme parte del líquido que había ingerido, después abrió más la boca y la apretó contra la mía, y en lugar de besarme, yo sentía como si me succionara con todas sus fuerzas y desesperación, como si tratara de absorber mi propia vida. Se retiró de mí y fue hacia su marido que estaba tendido sobre la cama, yo me desplomé sobre un sillón que estaba a un costado del dormitorio pegado a la pared, sentí como si me fuera a desmayar, pero hacía esfuerzos sobrehumanos para no hacerlo, pensaba que si lo hacía algo malo me iba a suceder y tal vez hasta perdiera la vida.
Sin causa aparente, el cuarto se oscureció al grado de que casi ya no podía ver nada, sin embargo me pareció distinguir que ella se acostaba a un lado de su marido y pegaba su boca a la de él de igual forma como lo había hecho antes conmigo. Me pareció asqueroso. Quise abandonar la casa en ese instante pero no tenía las fuerzas suficientes ni siquiera para ponerme de pie. Se me cerraron los ojos, mientras un marasmo hacía presa de mis sentidos, ya no estaba seguro de lo que realmente estuviera pasando en esa habitación. Sentí como si algo pesado, húmedo, sofocante, como el aliento enfermo de una enorme boca humana se apoderara de toda la atmósfera del cuarto.
Intenté ponerme de pie pero no lo conseguí, lo único que funcionaba en mí era una mínima parte de mi raciocinio. Me preguntaba ¿cómo es que había llegado hasta esta situación? ¿Por qué me atreví a entrar a esta casa habitada por un moribundo y una joven mujer que parece sólo querer estar jugando conmigo o tal vez quiera hasta matarme? En ese instante me pareció que el mundo era una cosa absurda y que lo único que valía la pena era abandonarse, abandonarse a esa situación hasta quedar profundamente dormido, inerte, como los muertos, descansando para siempre.
Me vi otra vez en la rueda de la fortuna, sentado en la misma canastilla con Mercedes, uno en cada extremo del asiento, hablándonos casi a gritos sin decirnos cuáles eran nuestras verdaderas intenciones, platicando de todo sin decirnos nada. Ella radiante, como una carnada a modo para un torpe visitante con sus deseos expuestos de vivir una aventura. Me sentí como ese personaje de la feria que se había transformado en una tortuga con cabeza de humano por una maldición de sus padres por haberlos desobedecido: “Pásenle a ver a esta momia viviente que conserva tan sólo el mínimo de energía para servir de ejemplo a todos aquellos lujuriosos, pásenle a ver cómo quedó este sujeto por no obedecer a la cordura y a la razón, véanlo cómo se arrastra por una simple sensualidad cotidiana.
No la sentí llegar, me debí quedar dormido, pero ya me sentía con fuerzas para ponerme de pie y salir de esa casa, lo iba a intentar cuando ella me lo impidió con amabilidad y con firmeza. Sin más se sentó a mi lado, yo no tenía fuerzas más que para admirar la piel hermosa de sus piernas que en ese momento nada sabían de contemplaciones. –Qué cansancio-, dijo al tiempo que echaba hacia atrás todo su cuerpo. Le miré el rostro, y en sus ojos descubrí no sé qué terrible y misteriosa correspondencia con la llama interior que todavía quemaba mis entrañas pasionales, que me hacía temblar las manos, que me sofocaba el aliento, que me hacía vibrar el corazón al borde del infarto. Un deseo asfixiante se desbordaba por mis instintos primitivos y me hacía olvidar todos mis temores anteriores, mis reflexiones y arrepentimientos. Caí sobre ella sin decirle nada, sin que tampoco Mercedes dijera nada, con una fuerza ciega y una urgencia animal que me parecía saldar una deuda y consagrar una suprema alegría antes de que me pasara cualquier cosa. Deseaba profundamente con lo último que me quedaba de fuerza, que mi torpeza hubiera valido de algo la pena.
Mientras el placer parecía vengarme provisionalmente de esta absurda aventura que no sabía cómo iba a terminar, Mercedes me otorgaba por un instante el olvido de todo. La intensa obscuridad ahora se apoderó de mi mente y sentí que caía a un abismo inmensamente profundo, y ya no supe más de ese momento que me había mantenido expectante, al borde de la locura, al margen de lo rutinariamente cuerdo. En aquel momento pensé que todo había terminado para mí.
Los recuerdos oníricos se interrumpen por el bullicio de la gente en las calles, la algarabía parece ser la de aquel entonces, cuando la feria a La Bandera se llevaba a cabo en el centro de la ciudad. Abro los ojos, ya es de noche, me quedé dormido después de haber pasado una terrible noche en vela. Veo a mi rededor, distingo los muebles y la decoración de aquella casa de Iguala en la que estuve allá por 1953. Me siento débil, como si el tiempo hubiera pasado vertiginosamente desde aquella fecha y que desde entonces no me hubiera movido de aquí. El ambiente se aclara un poco, puedo distinguir, aunque de manera borrosa, a Mercedes y su esposo un tanto cuanto restablecido, ambos salen de manera sigilosa de la habitación. Sobre mi cuerpo enjuto, amarillento como pergamino y los labios sellados por la resequedad, la noche pasa oscura, espesa, con su carga de silente complicidad.
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Sobre encuentro de escritores en Acapulco

En LA JORNADA GUERRERO, edición del 17 de septiembre de 2010, se publicó la siguiente nota:
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¿Qué hacer con el encuentro de escritores?
Roberto Ramírez Bravo
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Antes de entrar en el debate del tema que plantea el encabezado de este artículo, convendría retomar algunos aspectos que quedaron pendientes en el artículo publicado el miércoles.
El Encuentro de Escritores del Pacífico, que va ya en su tercera edición, debe aportar algo a la ciudad que le da cobijo. De otro modo, no tiene sentido.
Para revisar este asunto hay que comenzar por una definición: el encuentro no es resultado del esfuerzo particular de un par de esposos, como algunos repiten y sin duda creen, sino una acción institucional de gobierno, y se financia con los impuestos de todos los acapulqueños.
Por eso debe ser eficiente, incluyente y con calidad. El miércoles ponía como ejemplo a Gustavo Martínez Castellanos como alguien que no participa en el encuentro, pero en realidad habría que ampliar la lista: ¿por qué no se ha permitido leer a Isabel Valdeolívar, asistente asidua a sus tres ediciones, quien para poder participar en esta ocasión debió prácticamente arrebatar el micrófono entre una mesa de lectura y otra? ¿Por qué en sus tres años no han participado ni una sola vez escritores guerrerenses como José Agustín, Luis Zapata, José Dimayuga? ¿Se le ha invitado a Eduardo Añorve Zapata, a Victoria Enríquez, a Graciela Guinto, por citar algunos ejemplos individuales?
Se podría tener discrepancias en torno a la calidad de sus respectivas obras, pero eso es un asunto natural: hay quienes no gustan de la lectura de Gabriel García Márquez, o quienes consideran soso a José Saramago, en particular por su manejo del diálogo, o pesado a Carlos Fuentes. Eso, no obstante, no significa nada, pues precisamente es la variedad de acercamientos lo que hace la riqueza cultural.
¿Qué Bécquer ya está rebasado? ¿Y qué? ¿Qué Amado Nervo ya es historia? ¿Y qué?
Ahí están, existen o existieron. Así existen quienes salidos de Guerrero publican en otras latitudes y quienes andan buscando camino a ciegas en el puerto. Todos deben tener opción de acercarse.
Dice Eduardo Añorve que yo no puedo construir ni un párrafo, y Juan Villoro se asombra de mi trabajo. Pese a opiniones tan dispares, he sido partícipe en los tres encuentros. ¿Entonces, cuál es el criterio que debe prevalecer?
Votaré por la inclusión, que entren todos, y que quienes no sepan, aprendan; y quienes algo tengan, compartan. Eso sería un buen sentido para un encuentro, no sólo que sirva de escaparate para que algunos puedan ser conocidos más por los contactos que hagan al exterior, que por una obra de calidad (sin menoscabo, por supuesto, de quienes hacen obra de nivel).
Digámoslo en otras palabras: la obra se abre paso. Por su calidad, toma caminos o se queda estancada. Pero eso es otro asunto.
Al final de cuentas, el reconocimiento de las carencias culturales del puerto no puede ser un argumento para la segregación sino muy al contrario, debe llevar a tratar de incorporar al mayor número posible de personas en pos de un avance cultural.
En consecuencia, haré algunas propuestas, aunque sea solamente para abrir el debate.
En primer lugar, no estaría de más que se establezca un calendario preciso de las actividades previas a la organización del evento. Es decir, que se tenga con suficiente tiempo tanto el material para la promoción (volantes, carteles, invitaciones) para que se repartan y la población pueda enterarse y se acerque. De otro modo, si estos elementos se siguen guardando en las oficinas del municipio sin repartirse, se puede alegar erróneamente que hay desinterés ciudadano, cuando simplemente hay desconocimiento. También es importante que a los talleristas locales no se les deje fuera del programa impreso –pues éste es la guía de las actividades- como ocurrió en esta edición, sino que todos gocen del mismo tratamiento con los foráneos, que sí aparecieron ahí.
Que se integre una comisión consultiva, de opinión –no ejecutiva- para valorar los criterios con los cuales se determine quiénes participarán y en qué áreas, y qué temas conviene abordar para la discusión.
Que se vigile la aplicación de los recursos, para que éstos no sólo se centren en lo referente a la estancia de los escritores foráneos (hospedaje, alimentación y bebida) sino, sobre todo, se enfoquen a la promoción.
Finalmente, que la Secretaría de Desarrollo Social, que es de quien dependen estas actividades, asuma como compromiso no el hecho de cumplir con sacar adelante un encuentro, sino el de garantizar que éste deje algún beneficio para Acapulco, para los acapulqueños, y para la literatura en general.
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Sobre el encuentro de escritores del Pacífico

En LA JORNADA GUERRERO del 23 de septiembre de 2010, se publicó la siguiente nota:
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Sobre el Encuentro de Escritores del Pacífico
Judith Solís Téllez
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Tuve la oportunidad de participar en el Encuentro de Escritores del Pacífico, que se llevó del 24 al 28 de agosto en Acapulco, lo cual me permitió encontrar a algunos amigos, conocer escritores de otros rumbos y propuestas literarias actuales.
Adquirí varios libros, entre ellos: una antología del género negro compilada por Rodolfo J. M., Dos caminos, la novela de Paul Medrano, que fue presentada por Élmer Mendoza en forma de una amena entrevista con el autor, La Kaikema y otros relatos de Isaías Alanis. Aunque, por el momento, sólo he podido leer la novela Cómo me hice poeta, de Andrés Acosta, que me pareció muy divertida, por su ironía en el tratamiento de los personajes que no logran destacar como escritores y expresan su envidia al éxito ajeno de diversas formas.
Participé como moderadora en la presentación de Polvo, de Benito Taibo, un apasionado de Juan R. Escudero y de la historia de Acapulco, igual que su hermano Paco Ignacio Taibo II. Leí algunos de mis textos en la nueva Unidad Académica de Economía, en donde me reencontré con mis ex profesores de Economía Política en la Preparatoria 22 de Atoyac, Carmen y Roberto Cañedo.
Me tocó compartir la lectura con Guadalupe Ángela de Oaxaca que ganó un premio de poesía, con Ana Belén López, quien nos platicó sus peripecias como promotora de una revista en la Universidad Iberoamericana, con Isaías Alanís y con Ulber Sánchez, unos de nuestros jóvenes poetas.
Este Encuentro, al igual que el de Escritores Jóvenes promovido por Antonio Salinas, ofrece la oportunidad de conocer a los escritores y su obra. Escuché a los poetas y, aún, perduran en mi mente las imágenes recurrentes de la muerte del padre, la expresión poética de las emociones compartidas como seres humanos. Conocí la importante labor del Periódico de poesía de la UNAM y los esfuerzos que Ana Franco y su equipo realizan para incluir las diversas voces poéticas. Oí la excéntrica conferencia de Mario Bellatín y compré libros de su sello editorial.
En el encuentro anterior poco participé, ya que no podía terminar la reseña para la presentación de Las pausas concretas, de Roberto Ramírez Bravo. Me hubiera gustado, en esta ocasión, disponer de tiempo para comentar el libro Ojos que no ven, corazón desierto, de Íris García Cuevas, pero tenía mil papeles que arreglar para dos convocatorias de la Universidad Autónoma de Guerrero que salieron en vísperas y en plenas vacaciones de verano. Disfruté el hospedaje en el hermoso hotel El Mirador, la espléndida vista al mar y a los clavadistas de La Quebrada. No puedo decir que todo haya estado perfecto (“se hace camino al andar”) Me hubiera gustado que se respetaran los horarios establecidos, ya que tenía interés en escuchar la poesía de Luis Armenta y aunque llegamos a tiempo, la mesa se había adelantado.
Me parece que a los encuentros de escritores que se han llevado en Acapulco les han faltado los foros diversos, que harían posible incorporar a la gente interesada y, asimismo, que todo mundo se sintiera incluido. Esa es una experiencia que rescato como asistente al Encuentro de Escritores de Tierra Adentro en Ciudad Juárez, en el 2003.
Si bien el requisito de los participantes invitados es la publicación de un libro en Tierra Adentro, también cuenta con múltiples foros: uno abierto en el que todo mundo puede participar, en la plaza y sin un programa previo.
Otro espacio para los escritores locales y del estado, la lectura en las diversas escuelas, foros para escritores reconocidos y mesas de discusión.
El trato que se nos dio fue extraordinario. En la habitación del hotel nos esperaba una canasta con frutas y una botella de vino. En el bar en el que se llevaron a cabo presentaciones de libros se nos dieron boletos para adquirir bebidas. Lo más importante desde luego, no fue lo que se bebió o comió, ignoro cuánto haya gastado el municipio. Lo relevante de ese evento es demostrar que Ciudad Juárez es más que su violencia. Los esfuerzos que se realizan en la organización del Encuentro de Escritores del Pacífico, sin duda, van más allá de la parranda al término de las actividades programadas.
También en Taxco el INAH y el municipio pagan la estancia (hospedaje, comidas y cena de clausura con brindis) de los investigadores que durante cuatro días presentan sus ponencias o el Consejo de la Crónica en Chilpancingo, con el apoyo del gobierno cubre el costo de las comidas y de la cena (bebida incluida). Lo que importa más que la fiesta es lo que se comparte, lo que se discute. En el Encuentro de Escritores del Pacífico, organizado por Citlali Guerrero y Jeremías Marquínez, destacados poetas, aunado a la literatura pudimos plantear algo más que el lamento por la desaparición del Café Astoria. Compartir la experiencia sobre la importancia de los sitios de reunión, sobre todo en estos tiempos violentos, para no quedarnos solos con nuestras quejas.
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Consulta en:

lunes, 20 de septiembre de 2010

Presentación del libro "Ritual del Paraíso", en Chilpancingo


En la edición del 20 de septiembre de 2010, el periódico PUEBLO publicó la siguiente nota:
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Presentan el libro Ritual del Paraíso, de Evelia Flores
Encierra la esencia de una mujer en todos los sentidos, señalaron comentaristas de la obra
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La escritora originaria de La Ciénega, de Coyuca de Catalán, Evelia Flores Ríos presentó su nueva edición titulada Ritual del Paraíso, en el club rotario de esta ciudad.
En dicho evento estuvo presente el escritor Mario Ruiz, entre otros miembros distinguidos.
Esta obra consta de 111 páginas; en ella se plasman varios poemas como Ritual de la mujer, Soñándote, Dualidad, Tuya soy, Seducción, Fuego, lluvia, mar, Así me quedara, Ser uno solo, Laberinto, Fruto del balsas, entre otros.
En ellos la escritora con un juego de palabras expresa el erotismo cargado de emoción estética, un verdadero ritual que no se excluye al amor, sino por el contrario multiplica el erótico aliento.
Dicha obra fue comentada por la maestra Martha Elena Salinas, Antolín Orozco Luviano y comentarios finales de Leodegario Correa.
Coincidieron que Ritual del Paraíso es una obra que encierra la esencia de una mujer en todos los sentidos, ahí se juega con las palabras y recrea las emociones de pareja en la vida diaria.
Cada poema de Ritual del Paraíso cuenta con bosquejos elaborados por el pintor Mario Ruiz, quien además plasmó esas frases del poema en unos cuadros, los cuales también fueron exhibidos en esta presentación de libro. Cerca de 50 cuadros fueron exhibidos al interior del salón.
En entrevista Flores Ríos señaló que el motor que la llevó a realizar este tipo de obra es el amor a sí misma, el amor en la familia, esa obra que día a día construye con su pareja.
Expresó que posteriormente esa obra será presentada en su municipio, es decir Coyuca de Catalán, pues decidió llevar a cabo la primera presentación en Pungarabato, porque antes de que el libro de editara, varios amigos le expresaron su apoyo para que la obra fuera exhibida en esta ciudad.
Agregó que Ritual de Paraíso ya fue presentada en Morelia, Huetamo, Guanajuato y en unos días se presentarán en la ciudad de México en la Casa Guerrerense. (ANG)
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Consulta del 20 de septiembre de 2010, en:

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Sobre los "escritores del Pacífico"

En LA JORNADA GUERRERO, del 15 de septiembre de 2010, aparece la siguiente nota:
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Escritores del Pacífico
Roberto Ramírez Bravo
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Hace casi un mes se celebró en Acapulco el Tercer Encuentro de Escritores del Pacífico. Ha pasado, pues, tiempo suficiente para reflexionar sobre los saldos de dicho acontecimiento.
En 2008, en un Acapulco gobernado por el PRD, comenzaron a realizarse estas reuniones que fueron retomadas por la siguiente administración priísta, ya por segunda ocasión. Como su nombre lo dice, se trata de un momento en que quienes escriben se encuentran, se miran, se reconocen y, se supone, habrían de discutir sobre los temas de interés de su arte u oficio.
Además, es un fenómeno que ha crecido geográficamente, al llegar hasta Centroamérica; y en cantidad, pues pasó de una treintena de asistentes el primer año, a 63 en el actual; y en presupuesto, pues pasó de 280 mil pesos el año pasado, 540 en este año.
Pero, ¿cuál es el saldo que ha dejado este encuentro a la ciudad que lo organiza, lo patrocina y recibe a sus participantes?
En 2010, el Encuentro contó la presencia de 63 escritores, de los cuales 23 eran locales. Según el programa, debieron haberse realizado cuatro talleres –impartidos tres de ellos por Ernesto Lumbreras-, tres conferencias, 13 mesas de lecturas en la Casona de Juárez y 17 en universidades; una charla; 11 presentaciones de libros, y una presentación de una revista o más bien un periódico, el de poesía de la UNAM.
No es que todo deba tasarse en dinero, pero vale destacar que en promedio cada uno de los escritores foráneos (los que tenían derecho a pasaje, hospedaje y alimentos) costó al municipio 13 mil 500 pesos. Si se toma en cuenta que unos tuvieron estancias cortas, y venían de distintas distancias, el monto podría cambiar, a más o menos.
Dado que no hubo promoción antes, durante ni después del encuentro –a no ser un anuncio espectacular que se colocó en la avenida Cuauhtémoc el mismo día en que iniciaba y aún permanece frente a la calle Bernal Díaz del Castillo, sin otra cosa que el nombre y el logotipo-, y si tampoco se remuneró a los participantes, entonces todo el dinero se utilizó en su estancia.
Ello no necesariamente está mal, pero la pregunta es: ¿qué dejaron al puerto los escritores?
A tres años, no se conocen los criterios de selección de los participantes ni por qué unos presentan libros u otros imparten talleres y unos más solamente leen. Tampoco se sabe por qué hay gente que de plano no participa, como Gustavo Martínez Castellanos, con quien se podrá disentir pero no se puede negar que escribe. Desconozco si él y su grupo quisieran asistir, pero debería invitárseles. ¿Y cómo le hacen para participar quienes no son conocidos por los organizadores?
No es explicable por qué hay tantas fallas minúsculas en la elaboración del programa, en los datos, en los textos de presentación. Ni tampoco que con 63 participantes, en las actividades el promedio de asistencia oscile entre 20 y 30 a lo más.
Lo que ha de ser más importante es que la ciudad como tal no se ve involucrada ni el encuentro le deja ninguna huella. Se dirá que es como uno de médicos, o de radiólogos, o de contadores, que sólo ellos saben de su existencia porque se reúnen entre pares. Sin embargo, en esos casos los asistentes pagan sus gastos, y en éste es la ciudad la que los cubre. Al menos, algo debe recibir en contrapartida.
Tampoco “la literatura” en un sentido amplio se ve beneficiada, pues en ninguna de sus tres ediciones han surgido debates sobre las preocupaciones estéticas de los participantes, ni tampoco se han tendido puentes entre quienes ya están escribiendo y los que no lo hacen pero desearían hacerlo, ni hay una memoria escrita (se dijo que este año la habría, pero no se conoce el mecanismo para elegir qué textos la integrarán). Muy poco, pues, hay que trascienda la mera anécdota de la reunión.
Si se tiene la idea de que en Acapulco hay poca literatura de calidad –lo cual, desde luego, siempre hay que discutirlo- un encuentro de escritores financiado por el municipio debería ser una punta de lanza para avanzar en ese sentido.
Quizá sea momento de empezar a revisar fondo y forma de estos encuentros. Deben continuar y mejorarse. Sin embargo, su mejoría no está en ampliar geográficamente ni en número de asistentes, sino en ampliar su espectro de promoción de la creación literaria.
No sólo es cosa de ir a las escuelas con algunos alumnos que no supieron ni de dónde les cayeron los escritores, sino tener una puerta abierta para que aquellos que no están en esas aulas, pero que se interesan en el tema, puedan acercarse. ¿Cómo sabrá el estudiante del CBTIS 14 –al que, por ejemplo, no llegó el encuentro–, o el de Bachilleres 16, o el del Conalep, o al simple habitante de Rena o la colonia Jardín, que Ernesto Lumbreras y Juan José Rodríguez impartirían cuatro talleres de los que podrían beneficiarse, y que Benito Taibo presentaría una novela, y que habría una charla sobre Lezama Lima?
Es hora, pues, de empezar a revisar el Encuentro de Escritores del Pacífico. No para que acabe, sino a que se mejore. En principio, que clarifique sus métodos de selección y participación. Que llegue a toda la población. Que sea incluyente, que los invitados participen realmente, y por último, que antes, durante y después, sea centro de una discusión amplia.
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miércoles, 8 de septiembre de 2010

Sobre la alfabetización en el estado


Alfabetizar Guerrero
Sergio Tavira Román
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Desde el domingo 29 de agosto en Acapulco, luego en los subsecuentes actos en que ha venido apareciendo, incluido el del domingo cinco de septiembre en el que el PRD lo designó candidato en su Consejo Estatal, Ángel Aguirre ha venido anunciando que terminará con el analfabetismo en Guerrero. Llama la atención porque es un tema al que escasa atención se le pone.
Tampoco es cualquier cosa el problema, forma parte de lo que se conoce como Rezago Educativo, que incluye a las personas en condiciones de no saber leer ni escribir, de no haber terminado la primaria, y de no haber terminado la secundaria entre la población en rangos de edad de quince años o más. La suma del problema nos da un porcentaje dramático de 54.2 por ciento.
Según el Inegi 2005, aún no tenemos los datos del 2010, la población total de Guerrero es de 3,115,202 y de ella 1,947,210 están en el rango de mayores de quince años, y de esta franja 54.2 de cada cien están en rezago educativo. Para el caso concreto del analfabetismo el porcentaje es de 19.9 por ciento, que en cifras da 386, 679. Veamos del tema algo de lo que se ha hecho en Guerrero.
El Instituto Estatal para la Educación de Jóvenes y Adultos atiende a la población en rezago, hace veintinueve años. También atiende primaria y secundaria no terminada, lo mismo que prepa. Es un programa descentralizado con un presupuesto decoroso que para el 2010 es de poco más de 72 millones de pesos. Claro, incluye los diferentes niveles y sus alcances llegan a EU y población indígena.
La otra dependencia que atiende población analfabeta es la Cruzada de Alfabetización “Ignacio Manuel Altamirano”, creada en el 2000 por René Juárez Cisneros, ésta con menos recursos que incluye maestros comisionados que no rebasan los 175 en la entidad, paquetes de útiles escolares con libro, cuaderno, lápiz, sacapuntas y goma. En algunos casos el personal para renta de oficinas.
Muchas otras dependencias dicen en sus informes que alfabetizan, pero la verdad es que esta es una actividad con muchas limitaciones, mucho trabajo, y escasos resultados ante la magnitud del problema. Los datos del INEGI dicen que en el 2000 Guerrero tenía 397 463 analfabetas, y en el 2005 eran 386 679, para una variable de menos 9969, y de 1.7 por ciento menos.
Para este 2010 los datos redondos del IEEJAG dicen que del 2005 a la fecha sus alfabetizados son 12 mil y los de la Cruzada 22 mil, lo que significa que los datos del INEGI para este 2010 andarán alrededor de los 350 mil. A este ritmo, cinco mil alfabetizados anuales, Guerrero estará acabando con el analfabetismo en 70 años. Por ello la propuesta de una acción alfabetizadora de fondo resulta atractiva y necesaria.
Aguirre Rivero ha anunciado que para este propósito estará planteando suscribir acuerdos con la Universidad Autónoma de Guerrero, para que a través del servicio social se enfrente masivamente el problema. No suena mal modificando el esquema de atención para que exista certeza de la población atendida, de los resultados y de la acreditación de la tarea, para lo cual hay medidas viables.
La certeza puede venir de saber quiénes son los analfabetas, lo que puede lograrse levantando el padrón de los mismos, los resultados podrán verificarse si hay un equipo que de seguimiento y evaluación al trabajo encomendado a los alfabetizadores, y la acreditación tiene que someterse al escrutinio de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la ciencia y la cultura.
El reto ahí está, se trata de poner a Guerrero en leer y escribir como nivel mínimo. Será una tarea descomunal, en la que se moverán miles de recursos humanos, materiales y económicos. En el continente solo están alfabetizados Cuba, Venezuela y Bolivia, y está en vías de lograrlo Nicaragua. Si lo planteado por Aguirre va en serio, Guerrero puede entrar a la clasificación de primer estado alfabetizado en México.
Vale la pena intentarlo, siempre será mejor que la máxima de Maricela Ruiz Massieu que dirigió algunos años el IEEJAG, quien decía que el analfabetismo en Guerrero se acabaría cuando mueran los analfabetas. En este lado se piensa diferente, tenemos que acabar con el analfabetismo como lo pensó Freire, como vía de liberación de los oprimidos, a quienes así han mantenido justamente para que los caciques mantengan su dominio sobre ellos.
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martes, 24 de agosto de 2010

Segundo lugar en el Certamen de Cuento Corto "Elena Garro"

En la edición del martes 24 de agosto de 2010, DIARIO 21, de Iguala, Gro., publicó el cuento ganador del segundo lugar en el Primer Certamen Estatal de Cuento Corto "Elena Garro":
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La esposa del tigre
2do. Lugar
José I. Delgado Bahena
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Es media noche. Despierta al percibir el olor a pez muerto que despiden los tigres en celo y siente miedo. Conoce bien el tufillo por haber presenciado el apareamiento que tuvieron una pareja de estos felinos, encerrados en una jaula del circo que cada año llegaba a instalarse en el terreno baldío, a un lado de su casa. En aquel entonces, ella era apenas una niña de ocho años que se quedaba, durante las vacaciones de verano, encerrada, repasando los textos escolares acompañada por su primo Quétzal, de doce, que recién había terminado la primaria y le explicaba las primeras operaciones matemáticas.
Esta noche, siete años más tarde, con la pestilencia a mar podrido impregnada en su nariz y entre la pesadez de una bruma hostil que ensombrece la tenue luz de la pequeña lámpara que tiene encendida sobre su buró, se talla sus adolescentes ojos tratando de despejar la penumbra y precisar de quién es la enorme silueta que se recorta a un lado de la puerta y que le hace estremecerse con una corriente eléctrica que le eriza la abundancia de su tierno vello púbico.
−¿Quién está ahí? –pregunta más por inercia que por verdadero interés en confirmar que alguien se encuentra a tres metros de su cama.
Siente frío. Toma un cojín que está junto a su brazo izquierdo y lo lleva hacia sus pechos. Acomoda su cuerpo de costado, hacia la puerta, dobla sus rodillas y se talla los pies en busca de un poco de calor que le calme el temblor que le hace apretar el cojín contra su estómago.
El silencio, rasgado apenas por un suspiro parecido a un jadeo contenido, que rebota en el piso, trepa por una de las patas del camastro y se desliza sobre sus sábanas para llegar, insinuante, en el filo de la almohada e incrustarse de golpe en el tímpano de su oído derecho, es la única respuesta que obtiene el temblor de su pregunta.
Por un instante teme todo, incluso por su vida; sin embargo, es un momento, tan breve, como un relámpago perdido en la lejanía de las montañas, que levita en su memoria y le lleva a recordar, con la nitidez de una nota vibrando sobre la neblina que envuelve su cuarto, aquella época en que el primo, adolescente, con sólo diecisiete años −pero con un embarnecimiento de hombre adulto que hacía suspirar a las feligreses que se acercaban a presenciar las danzas −, representaba al Tecuán, o Tigre, en la danza de Los Tecuanes. Y sus malabares por las cuerdas y los viejos árboles en el patio del templo del pueblo, despertaban la curiosidad, el morbo, la emoción y hasta la libido de las mujeres que recreaban su vista sobre sus torneados glúteos que se dibujaban en las manchas del traje entallado que usaba para su personaje.
Y ella, la pequeña Sofía, a los trece años, compañera inseparable del primo Quétzal desde que iniciaban las festividades del segundo viernes de cuaresma en su comunidad, tenía que embodegar los nacientes celos de pequeña hembra que le provocaban los comentarios y las risitas de las espectadoras que se ubicaban a un lado suyo para regocijarse con los disturbios que provocaba la representación de esta danza y con la excitación que les provocaba la torneada figura de Quétzal, enfundado en su vestuario de danzante.
Desde que el pitero comenzaba a golpear el pequeño tambor para acompañar con sus percusiones la melodía que producía soplando una rústica flauta hecha de carrizo silvestre, y llamar a los danzantes para la última representación de la noche, la gente abandonaba sus puestos alrededor de otras danzas para ir a recuperar su algarabía y aplaudir las peripecias que el apuesto tigre hacía para escapar de sus perseguidores.
La motivación de Sofía, que con los instintos de su entrepierna desatados por la cercanía del primo danzante, que en los últimos meses había superado la talla común de los muchachos del pueblo y a ella le había regalado una menstruación precoz desde los diez años y quien, regocijada en el dolor físico que le confirmó el salto de niña a mujer con ilusiones y esperanzas fijas en los ojos, en los brazos, en las piernas, en las manos y en las nalgas de Quétzal, se interesó por colaborar en las festividades bajo la tutela del cura Juan Ignacio y de su padre, Agustín, sólo por el mero pretexto para estar junto al primo.
Y desde que Salvadorche, el hacendado de la danza de Los Tecuanes, encomienda a su ayudante, Mayeso, la caza de la bestia, que ha saciado su hambre devorando a un cervatillo, Sofía tiembla al pensar que su primo tendrá que trepar por los árboles y luego deslizarse por las cuerdas, seguido de los cazadores. Cuando esto ocurre, él se limita a inclinarse hacia ella y le muestra sus ojos de espejo que adornan la máscara de tigre que usa para cubrir su rostro y completar la representación del animal.
Durante la danza, en la que todos son hombres con vestuarios diversos que representan a los personajes de los nacientes días coloniales, entre los que se incluye a un “doctor” que curará a los heridos que son atacados por El Tigre, Sofía intercala los diálogos de preocupación del hacendado −por los perjuicios que ha ocasionado la bestia en su ganado y en sus terrenos de cultivo−, con los que ella misma sostiene entre las veredas de su corazón donde ha depositado tres dagas: de temor, de celos y, por supuesto, de un escondido amor por el primo Tigre.
Los bailes, acompasados al ritmo del tambor y de la flauta, llevan al viejo Mayeso entre las dos filas de danzantes en busca de los hombres que aceptaran el pago que les ofrecía para formar un grupo e ir en persecución del Tigre que ronda la comarca −según el ritual representado en esta tradición− y a Sofía le hacen mover sus pies en armonía con ese golpeteo que se amalgama en los latidos de su adolescente corazón.
Para completar el ritual, otros personajes se agregan al grupo de perseguidores: el viejo Flechero, el viejo Lancero, el viejo Cacahiyel y el viejo Xohuaxclero, quien lleva los lazos para atrapar al Tigre, pero tampoco logran el objetivo de matar a la bestia. Al fallar también éstos, Mayeso llama al viejo Rastrero (con sus buenas perras, entre las cuales está la perra Maravilla) y a Juan Tirador, quien trae sus buenas armas y sube sobre los hombros de los demás cazadores en una figura a la que llaman “las piedras” para tener mejor visibilidad sobre su presa.
El olor a pez muerto ha embarrado por completo las paredes de su cuarto y atrofian su olfato. Decide salir de la cama y se sienta en la orilla aún oprimiendo la almohadilla, que le ha servido de poco para calentarla, junto a sus senos congelados en las punzadas del frío de la noche.
La penumbra es espesa y la temperatura desciende aún más. Suelta el cojín que rueda sobre el piso, con su mano derecha se talla la nariz y con la izquierda toma una de las puntas de su edredón y se envuelve con él. Cierra los ojos como un vago intento de creer que es sólo un sueño y que al volverlos a abrir despertará y la neblina, así como la silueta que sigue empotrada en la pared y que ella distingue apenas como en relieve, habrán desaparecido.
Son varios minutos en los que su respiración se vuelve agitada y se acelera con el ritmo de quien intenta desahogar la mayor de las tribulaciones a través de un grito contenido en el baúl tormentoso de una pesadilla. Por fin los abre y su mirada es un rayo penetrante cargado con explosivos de la desesperación y el desaliento. No tiene dudas, sabe de quién es la silueta y el dolor llega a instalarse en cada una de sus uñas con las que se rasga las piernas. Sus manos suben hacia sus pechos y oprimen sus pezones hasta lograr que lance un gemido austero, plagado de nostalgias y de ansias insatisfechas, que le devuelve sus miedos.
Cada golpe del tambor le hacía temblar. Para disimular su turbación ante la multitud que le cerca, ha cruzado los brazos sobre sus crecientes pechos y busca con su mirada la de él; El Tigre ha subido al viejo árbol y, detrás suyo, sus perseguidores. La multitud está a la expectativa. Quétzal, trepado sobre una rama del trueno, alzando su mano derecha le dirige un saludo a su prima. Ella agradece el gesto y le devuelve una sonrisa fingida, cargada más de preocupación que de emoción.
El ritmo de las percusiones se hace más intenso y hacen eco con los latidos del corazón de Sofía. El Tigre acomoda su cuerpo sobre las cuerdas tendidas en el aire a seis metros del piso de cemento del atrio, enreda sus piernas y con sus manos tira hacia adelante, deslizándose poco a poco hacia el otro extremo. Está a dos metros de llegar a la rama del viejo árbol donde ataron la otra punta, cuando gira hacia la derecha en un movimiento brusco, de gran riesgo, que arranca los gritos de los espectadores y hace que Sofía cierre los ojos y se cubra la cara. Para no caer, El Tigre se sostiene con sus fuertes muslos enlazados en las cuerdas, luego balancea el cuerpo para doblarlo hacia adentro, asirse con las manos y soltar los pies.
Colgando, espera a que el auxiliar del pitero le apoye y se deja caer hacia el piso. Los espontáneos aplausos le indican a Sofía que el peligro ha pasado y deja que dos lágrimas tiernas se deslicen por sus mejillas.
El regreso a las casas de ambos, por la vecindad de las familias, lo hacen en silencio. Ella tomando el brazo de él, impregnándose de su transpiración y de su cercanía, comprimiendo sus sentidos genuinos que han despertado a la religiosidad del amor a través de una falsa preocupación familiar y le llevan a reclamarle a él la fingida caída de las cuerdas que se le ocurrió para hacer más dramática la persecución. Él corresponde a su reclamo inclinándose para depositar un ingenuo beso en su mejilla y le pasa el brazo izquierdo por los hombros. Sofía rodea la cintura de Quétzal con su brazo derecho y lo atrae hacia su delgado cuerpo.
Así recorren los ochenta metros del camino que los lleva al terreno donde se ubican las casas paternas. Al llegar, cuatro cadenas los aprisionan y se funden en un abrazo interminable. La corpulencia de él, a sus diecisiete años, le hace parecer un padre que abraza a su hija de trece; pero los dos identifican la emoción que les brota en los pechos y callan. Es un silencio breve que él rompe con el obligado “que duermas bien” y ella con un “sí, descansa”. Quétzal repite el beso en la mejilla de ella y rompe el cerco de sus brazos. Sofía aún ve, iluminada por el foco que cuelga junto a la puerta, la varonil figura de su primo que se aleja y quien voltea sólo una vez, para sonreírle, antes de entrar a su casa y dejar con puntos suspensivos los enredos de la vida.
Animada por un valor irreconocible, decide enfrentarse a lo que ella considera su peor pesadilla. Se incorpora envuelta en su edredón, va hacia la ventana y abre un poco las cortinas. Esquiva, temerosa, la silueta que aún percibe a un lado de la puerta. Su mirada se vacía hacia el exterior en un campo sembrado de tomate. Una luna llena desgrana sus luces de plata sobre los cultivos, humedecidos por las recientes lluvias. Se arma de valor, acomoda sus cabellos detrás de sus orejas y voltea buscando la amenaza embrocada en el adobe de su cuarto. Ahí está. Un rayo de luna ha penetrado por la rendija que dejan las cortinas y golpea sus ojos plateados haciendo resaltar su enorme cabeza de Tigre. Es la confirmación de sus sospechas. Le teme, pero le desea. Un grito ahogado le asfixia y le lleva a descubrir por completo el rectángulo de la ventana. Sabe que es imposible, pero ahí está. De espaldas, regresa a su cama y se recuesta boca arriba, con las manos en la cara, extasiada, increíblemente viva ¿o también muerta?, se pregunta.
Veinticuatro meses después de aquel abrazo eterno, lo mismo: Quétzal, El Tigre, con diecinueve años de edad que han terminado de moldear su figura de hombre hecho, retando a sus eternos cazadores que le acosan con furia entre los fingidos bosques, sobre los mismos árboles viejos y despertando las mismas pasiones en las miradas furtivas que las casadas le regalan y las flores frescas que las solteras le tiran desde sus pupilas disimuladas en la penumbra que no disipan los antiguos faroles de la iglesia.
Pero ahora es diferente: la emoción de Sofía es distinta. Hace cuarenta y cuatro días que cumplió los quince años y, en su fiesta, Quétzal fue su principal acompañante. Al ritmo de sus primeros pasos, deslizándose en armonía con la reproducción de “Sobre las olas” en el aparato de música que hizo el favor de prestar Candela, la de la tienda, Quétzal le ofrece su mejor regalo de cumpleaños: “Un día me voy a casar con usted, prima”, le dijo susurrándole al oído y apretando con su mano izquierda la derecha de ella. Sofía no dijo nada, sólo lanzó su mirada hacia el cielo para disimular su turbación, tan fuerte que le hizo enrojecer sus mejillas, y le llevó a pedir, como su mejor deseo de quince años, que esa promesa de Quétzal se cumpliera. Sin dejar de mirar el firmamento estrellado de esa noche de enero, se dijo que si ese anhelo no se realizara, preferiría quedarse para vestir santos, como la tía Luisa que nunca se casó y se dedicó a cuidar a los niños de las sobrinas.
El recuerdo, fresco aún, se diluye con el sonido del tambor que anuncia la persecución sobre el lazo, tendido a seis metros de altura y atado de las ramas de dos árboles cercanos.
El Tigre, con la agilidad de siempre, se desliza sobre las cuerdas llevando entre sus manos el chicote con el que ahuyenta a las perras que lo acosan. Abajo, los cazadores, con Juan tirador al frente, organizan una pirámide humana para que el del rifle afine su puntería en posición de ventaja y cace a la bestia.
Ahora, El Tigre está a medio camino, en el centro del espacio ubicado como escenario, suelta las piernas y de manera sorpresiva, al unísono con el disparo del tirador, le obsequia a su público otra de sus acrobacias. Sentado sobre las cuerdas tensas, gira su cuerpo hacia abajo haciendo la figura de quien cae de cabeza hacia el pavimento. Quétzal confía en la fortaleza de sus muslos y piensa que le responderán para no descender y quedar colgando, asido de sus pies. En ese momento, la perra Maravilla se ha tendido sobre los lazos cambiando su posición y provocando que El Tigre falle en el cálculo para lograr sostenerse con sus piernas, que se trenzan en el vacío y dejan que él caiga, sin siquiera meter las manos, ni que alguien más le reciba abajo, con el cuerpo encorvado, golpeándose en la nuca, entre un mar de gritos de la gente que lo observa y que nada puede hacer por evitar la muerte instantánea del Tigre más apuesto que nunca habían tenido en la danza de Los Tecuanes.
Sofía, quien siempre que el primo hacía estas maniobras cerraba los ojos y evitaba verlo para no distraerlo y al mismo tiempo evadir la posibilidad de que su pecho se llenara de angustia, supo que algo malo había pasado por la interrupción de la música de la flauta y del pum pum del tambor.
No supo más. Su mente cayó en un sistema de defensa que le produjo una evasión de la realidad y la mantuvo enclaustrada en su habitación por órdenes médicas, y sólo bajo los cuidados maternos aceptaba algún tipo de alimento en espera de poder despertar de ese amargo sueño que la ha alejado de Quétzal.
De pronto, el clima, en el interior de la habitación, cambia. La neblina desaparece y la temperatura sube. La luna se ha ocultado detrás de un macizo de nubes negras que amenazan con descargar el primer aguacero del temporal que ya está encima, y la oscuridad se espesa más. El calor arrecia. Sofía sigue con la cara hacia el techo, sin atreverse a mirar hacia la puerta, porque no tiene dudas: sabe que él está ahí, con su traje de Tigre y su máscara con ojos de espejo. También sabe que es inútil, no podrá escapar y, al final, lo desea.
Definitivamente, siempre fue suya, en la vida…como en la muerte. Siempre suya; porque desde niña fue la novia de Quétzal, del Tigre, de Quétzal, del Tigre…por siempre y para siempre. Por eso, no opone resistencia cuando él se acerca para tomarla entre sus brazos; no grita, no protesta, no llora ni se acongoja, no teme. Con la confianza que siempre le tuvo, rodea con sus tiernos brazos el cuello de él y se sostiene con fuerza. ¿A dónde la lleva? Eso no importa. Por fin su sueño se cumple, y en el momento en que El Tigre salta por la ventana, con ella como su mejor botín, y corre entre el plantío de tomate, bajo las primeras gotas de la torrencial lluvia, Sofía entrecierra los ojos y deja que el destello de un relámpago que ha rebotado en uno de los espejos de la máscara, se filtre por sus pestañas, le ilumine el alma y le corone la frente; porque a partir de esa noche, ella es, por los siglos de los siglos: la esposa del Tigre.
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lunes, 23 de agosto de 2010

Primer luga en el Certamen de Cuento Corto "Elena Garro"

En la edición del lunes 23 de agosto de 2010, DIARIO 21, de Iguala, Gro., publicó el cuento ganador del primer lugar en el Primer Certamen Estatal de Cuento Corto "Elena Garro":
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Ita (Original de Lluvia)
1er. Lugar
José Antonio Sánchez
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Mayolo vio por primera vez a Ita en las fiestas de Santiago Apóstol, cuando todavía no se le borraban las facciones de niña, ni sabía calzarse los huaraches, ni tejerse la trenza. Le llamaron la atención sus ojos grandes, , su cabello negro y el color canela de su piel imberbe.
Estaba sentada en las baldosas de la plaza con Josefa su madre, junto al tendido en donde se amontonaban las canastas tejidas de palma, guajes coloreados y figuras de madera para la venta en aquel domingo de cohetones de vara, batallas de moros y cristianos, y del tañer de esquilas escurriendo desde las torres de la iglesia de Temalacatzingo.
Justino su compadre, sonrió al ver la expresión en el rostro de Mayolo y le dejó caer las palabras con cierta complicidad —Ta’ chula la chamaquita, es hija de Casimiro Ramos y viven en El Huamal aquí nomás cerquita- supo entonces, que aquella tierna creatura de facciones pueriles, estaba destinada para él de manera inexorable.
Un sábado de ladridos de perros espantados por las centellas de las primeras lluvias de agosto, Mayolo se presentó en casa de Casimiro Ramos, lo acompañaban su compadre Justino Toledo y el comisario de El Huamal Tomás Barrientos, con la comisión de negociar el pedimento: dos cartones de cerveza y cuatro litros de trago significaron las primeras muestras de sus buenas intenciones.
El precio de la niña no era problema para él, sus dos años de mojado le daban la seguridad de poder cubrir las exigencias del padre. Ya estaba cansado de usar mujeres correosas y meseras de piquera y para casarse, necesitaba a una niña virgen y mansa.
Casimiro le pidió a Josefa que llevara a sus dos hijas para saber a cuál pretendía el recién llegado —Ella es María, tiene catorce años y es buena para el quehacer, y ella es Ita, tiene doce y es la xokoyotl... ¿cuál de las dos?- preguntó el hombre a sus visitantes.
Mayolo se acercó a Ita y la cargó para sentarla en una silla tejida, le agarró la barbilla, le acarició el pelo, le vio los pies descalzos y centró su mirada en Casimiro — ella es la que me interesa- dijo con seguridad.
En la segunda visita, Ita jugaba en el patio de tierra con los niños del vecindario, su madre la llamó y la llevó a la cocina: la bañó, la vistió; le atoró con pasadores y listones de colores la trenza azabache alrededor de la cabeza, y la paró en mitad del jacal en donde Casimiro cerraba la negociación frente a la autoridad del pueblo. La boda se acordó para el primer martes de septiembre, y la dote se concretó en dos vacas, tres chivos y cinco mil pesos, más el trago y la cerveza suficiente para el festejo.
Con los ojos muy abiertos, Ita jugueteaba con las cintas azules y amarillas que colgaban de su cabeza, sin entender el significado de la palabra casamiento y menos, el por que tenía que salir de la seguridad de su hogar para vivir con aquel señor al que nunca había visto ni cruzado palabra. Dirigió la mirada a sus padres, y en ninguno encontró el consuelo a sus inmensas ganas de llorar.
Cuando se fue la visita, Ita abrumó con preguntas a su hermana María —Te vas a casar con ese señor Mayolo- le explicó, -pero yo a ese señor no lo conozco- respondió Ita, -eso no importa, nuestros padres ya trataron la dote, te acuerdas cuando nuestro hermano se casó con Justina, también la fueron a pedir y pagaron con animales y dinero, debes sentirte contenta, son dos vacas y tres chivos y mucho dinero- fue la conclusión de María ante el desconcierto de su hermana menor.
Para Ita esos argumentos no le eran suficientes, su mente de niña se negaba a entender su realidad, la angustia le llenó la boca de saliva, se sintió como el día en que se perdió entre la gente en la plaza de Olinalá y un siglo después, su madre la rescató del curato a donde la llevaron gentes de buena voluntad.
En los días siguientes, Ita llegó a pensar que el Santo Señor Santiago haría el milagro de deshacer el trato, y ella, se quedaría como siempre, como todos los días, a darle de comer a los pollos, a tirarle piedras a las palomas con la resortera de su hermano Martín, a llevarle guajes tiernos a su padre a la hora de la comida o acompañar a su madre a la vendimia en el día de plaza.
La camioneta de redilas con los animales llegó al Huamal una semana antes del casamiento. Casimiro presumió a sus vecinos las dos hermosas vacas criollas y los chivos de buen peso que su futuro yerno le había enviado. Estaba satisfecho, los cinco mil pesos ya los tenía en sus manos y se dijo para sus adentros - por lo menos ya recobré los animales invertidos en la boda de Martín, espero que con María el asunto resulte mejor-.
La llegada del ganado aceleró los preparativos en el Húamal. Josefa ignoró las angustias de su hija para no conmoverse, y esquivó sus preguntas con los consejos de cómo cumplir con sus deberes para con su esposo y su nueva familia. Le enseñó a cortarse las uñas, le aplicó polvos en la cabeza para despiojarla y enjundia de gallina en el bajo vientre para quitarle la costumbre de orinarse en el camastro.
Para la niña, los sucesos se desbarrancaron en sentido contrario al milagro que esperaba con tanta intensidad, y el día fatal de su destino, bañada de perplejidad, se dejó llevar. Le pusieron agregados en el pelo para poder colocar los tejidos multicolores, le adornaron la cabeza con la florida corona del sacrificio, y la vistieron con el atuendo igual al que utilizaron su abuela, su madre y todas las mujeres del Huamal. Vestido de novia púber incapaz de esconder lo infantil de su armazón.
Vomitó durante la fiesta y cuando caminó a la casa de su nueva familia, lo hizo aturdida por el dolor de sus pies enfundados en lo que nunca había usado, zapatos. Conoció al hombre que la había comprado, cuando lo sintió desmadejarla en el camastro del sacrificio con sus manos hábidas y su aliento a mezcal. Sin misericordia y sin escuchar sus chillidos de animal herido, le desarmó todos los huesos del cuerpo, para finalmente, abandonarla entre los trapos sórdidos de su desamparo.
Cuando abrió los ojos por la mañana, descubrió que los gallos cantaban diferente, el ladrido de los perros no era el que ella conocía, aspiró el aire y olfateó olores totalmente desconocidos. Se incorporó obligada por el tropel desordenado de su corazón y la sensación estragada de su estómago, un dolor punzante entre sus piernas le trajo a la mente el martirio sufrido horas antes, y volvió al camastro, y lloró otra vez, acurrucada en la zozobra de sus recelos.
Mezti, la esposa de su cuñado Ramón, una indígena de caderas amplias y mirada de lechuza, fue la encargada de adiestrarla en sus responsabilidades: Había que servir los alimentos a todos los hombres de la casa; cocer el nixtamal, sacar el testal de masa en el metate, juntar la leña, ir al río por el agua, lavar la ropa y durante el descanso, tejer artículos de palma para venderlos en el mercado.
Para quitarle lo niña, Mezti la enseñó a bañarse con secretos de mujer, a peinarse la agreste cabellera y trenzarla con primores de filigrana; a utilizar destrezas de adivinadora para conocer sin preguntar, los deseos más ocultos de su hombre, y lo más importante, responder con sumisión embebida de veneración a los maltratos, vejación y golpes.
Una tarde de ascos sin explicación, supo que iba a ser madre. Su cuñada Mezti le explicó el significado de sus malestares producto de las primeras semanas de embarazo, y le informó que Mayolo había estado a punto de devolverla a sus padres y reclamar la dote por no servir para tener hijos.
Nada cambió, el trabajo siguió siendo el mismo. Su escuálida humanidad y su abultado abdomen, provocaban las críticas agrias de las mujeres de la casa y las advertencias de Mayolo —Tienes que darme una mujercita para recuperar lo gastado- le advirtió.
Una noche de vientos helados, la niña se incorporó del camastro dando gritos de dolor empapada en la sanguaza del trabajo de parto. Las mujeres supieron que había llegado la hora del alumbramiento y enviaron a un mensajero a la casa de doña Isidra la partera del Huamal. Las mujeres prepararon lo que siempre preparaban para estos casos.
La hemorragia se hizo incontrolable, la palidez de la niña aumentó, sin que los apósitos de agua caliente y las yerbas del buen parto, reforzadas con velas encendidas a San Ramón Nonato hicieran efecto.
Isidra aconsejó llevarla de urgencia al centro de salud, sólo para enterarse, que dos meses atrás, el médico había abandonado el lugar. Mayolo se obligó entonces, a sacrificar otras dos vacas otros dos chivos, para darle de comer a la gente durante los dos días de funeral.
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Guerra sucia y literatura en Guerrero

Guerra sucia y literatura
Roberto Ramírez Bravo
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En el Tercer Encuentro de Jóvenes Escritores que se desarrolló en Acapulco el mes pasado, una mesa de discusión sobre la literatura guerrerense trajo a cuento una serie de reflexiones sobre las cuales podría seguirse discutiendo durante un buen rato.
En particular, me he de referir a un asunto que ahí se tocó, porque parece ineludible referente: la llamada guerra sucia dentro de la literatura guerrerense. Quédense los que saben, a discutir si ésta última existe o no.
Pero abordemos el asunto de la guerra sucia. Dijo ese día –y se publicó en La Jornada Guerrero, ya el texto íntegro- la poeta Citlali Guerrero lo siguiente: “Pienso que sería un absurdo, por ejemplo, pretender que a 40 años de la guerra sucia en Guerrero, surja un literatura local preocupada por un hecho histórico del que no fuimos partícipes, a excepción del caso particular de Jesús Bartolo Bello, quien es una de las víctimas de esa época”.
No es la única persona que ha asumido tal postura. Se le cita sólo porque es la que está a la mano y, también, por la influencia que sin duda Citlali ha de tener entre los jóvenes escritores.
Hablemos, pues, de la guerra sucia. ¿Qué debemos entender por tal? Se llamó así a la lucha contrainsurgente que el Estado mexicano desató contra los movimientos guerrilleros que tuvieron su auge a finales de la década del sesenta y a mediados de la década del setenta. No sólo en Guerrero, aunque aquí haya sido más cruenta porque hubo pueblos arrasados, sitiados completamente, y hay más de 600 desaparecidos que aún son buscados por sus familiares.
¿Es un hecho histórico del que no fuimos partícipes, a excepción del caso particular de Jesús Bartolo Bello, quien es una de las víctimas de esa época? Por supuesto que esta es una premisa falsa. En primer lugar, hace 40 años comenzó, pero no ha terminado. Basta con echar un vistazo a los periódicos actuales: movimientos guerrilleros vigentes, comunidades sitiadas por el ejército (Las Ollas, La Morena, Ayutla), abusos militares (véanse los casos de Inés Fernández y Valentina Rosendo, violadas por soldados, que se ventilan en la Corte Interamericana de Derechos Humanos), asesinatos (en 2003, Miguel Angel Mesino, a quien se ha pretendido vincular con movimientos armados; en 2009, Raúl Lucas y Manuel Ponce), y desde luego, matanzas esporádicas pero letales: Aguas Blancas en 1995, El Charco en 1998; Barranca de Guadalupe en 2003, donde una familia mepha fue asesinada en un paraje.
Si todos estos hechos recientes no fueran suficientes, habría que acotar que entre 1972 y 1974 ocurrió el acontecimiento más traumático de la historia reciente de Guerrero y del país, con la desaparición de más de 600 personas, muchos de ellos estudiantes de la UAG, unos activistas, otros guerrilleros y muchos, civiles comunes.
¿Debe la literatura recoger esos hechos, o ya pasaron de moda?
La Iliada y La Odisea, por ejemplo, se escribieron tres o cuatro siglos después de los hechos que narran; Carlos Montemayor publicó Las armas al alba, en 2003 y La fuga en 2007, ambas novelas en alusión al asalto al cuartel de Ciudad Madera en 1965; Gabriel García Márquez publicó El general en su laberinto en 1989, con lo que retomaba los últimos días de Simón Bolívar, muerto en 1830.
No parece, pues, la temporalidad, un asunto para definir la vigencia de un tema dentro de la literatura. Más bien habría que pensar en si el hecho histórico de referencia ha dejado o no una huella, y si esa huella merece ser explorada.
En realidad, la guerra sucia en Guerrero es un tema que podría decirse casi virgen, pese a la novela de Montemayor, Guerra en el paraíso, y a otros libros, y tan sigue llamando la atención, que por ejemplo, este año se publicó El general sin memoria, de Juan Veledíaz, pero aun hay mucho qué contar. ¿Qué hay con los 600 desaparecidos? ¿Qué, de su experiencia, de su lucha, del terror a la muerte o al suplicio? ¿Y los guerrilleros, estaban o no estaban ahí? ¿Dónde están Rubén Figueroa Figueroa o Rubén Figueroa Alcocer como personajes novelados? ¿Dónde están las historias de amor, de esperanza o de amargura de los sobrevivientes, de los que aún andan en las cárceles buscando a sus hijos y que tienen fe en encontrarlos porque si ellos están vivo, con mayor razón podrían estarlo sus vástagos, que eran más jóvenes al momento de su detención?
La guerra sucia debería ser un tema para verlo desde el teatro, la novela, el cuento, la poesía, la pintura, la música. A contrapelo de quienes piensan que es asunto pasado de moda, y que incumbe sólo a Jesús Bartolo, hay jóvenes que están descubriendo esa veta, como el artista plástico Luis Vargas Santacruz, quien acaba de montar su exposición Aicus Arreug con ese tema.
En lo que se ha de coincidir, es en que la creación literaria debe ser tal: no tiene por qué ser panfletaria ni de mala calidad, pero lo que no esté en ese supuesto, no está en esta reflexión.
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Sobre la literatura guerrerense


La literatura en Guerrero
Gustavo Martínez Castellanos
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Con este envío quiero responder a un par de lectores que me enviaron sus inquietudes con referencia a la postura de lo que en La Jornada Guerrero publicaron Citlali Guerrero y Roberto Ramírez, para lo cual hicieron llegar sus textos a mi bandeja de entrada.
A grosso modo los tres textos de Citlali giran en torno a sus tremendas dudas. Una de ellas es si existe una literatura guerrerense y para negarlo refiere las literaturas de Europa del este y del ciclo de la postguerra. Más tarde cita las literaturas chilena, colombiana y cubana y postula que “ni siquiera la Revolución mexicana fue capaz de convertirse en tema central de la literatura nacional”. Sin embargo después se percata de su extravío y reconoce: “es complicado hablar de literaturas nacionales”. Entonces empieza a dudar sobre cuál es la pregunta o el tema que está atendiendo; para salir al paso culpa a una abuela suya que “hablaba todo el tiempo de El conde de Montecristo”. Y después culpa a alguien más: a Iván Ángel quien a su vez culpó a los maestros rurales de la mala literatura que se hacía en Guerrero, aunque más tarde se desdice “es relativo culpar a los maestros rurales”. Desvaría un poco más hasta que arriba a otra duda ¿qué pasaba con la literatura en Acapulco?, ciudad importante con nexos con Oriente a través de la Nao que “hacía la mayor recaudación de impuestos para España”. Con lacerante estulticia remata: “¿por qué los pobladores de Acapulco no aprovecharon esta ventaja comercial con países asiáticos y europeos?, ¿acaso entre la mercancía que anualmente llegaba al puerto no venían libros?”
En la siguiente entrega cita a una escritora apellidada Mombelli que hizo un libro en el que relata la apatía de los nativos de Acapulco hacia la literatura y su necesidad de vivir de las riquezas que produce el puerto, antes con la Nao, ahora con el turismo. A todo eso Citlali lo bautiza como la tradición de la indolencia, cuya ruptura –parafraseando a Paz- empezó en 1990, cuando coincidieron en la Escuela Superior de Ciencias Sociales de la UAG unos chavos “que curiosamente no eran nativos de Acapulco”.
En la tercera entrega cuestiona que una literatura guerrerense tenga que tocar temas como la Guerra Sucia porque considera que esos “chavos” –entre los que se encuentra ella- no participaron de esa etapa acaecida hace cuarenta años. Y finaliza alabando a su grupo de amigos de “fuera”: “Pienso que los escritores actuales de Guerrero, están cumpliendo con la producción artística, ganan premios literarios, han publicado fuera del estado, en revistas especializadas de literatura, algunos son referentes de la literatura joven del país, han obtenido estímulos, realizan eventos literarios, insisto están cumpliendo.”
Roberto Ramírez le indica que es necesario tratar el tema de la Guerra Sucia porque es importante para el entendimiento de la historia del estado y con ello se acerca a lo que podría ser una respuesta a las tremendas dudas de Citlali pero no es suficiente. Por eso, y como nadie más lo ha hecho –menos su marido- intentaré resolverle las dudas en este texto.
Citlali debería saber que todo lo que se escribe en Guerrero da forma a la literatura guerrerense, eso incluye los poemas de nuestros maestros rurales y los de los bardos que “se enquistaron en el sistema”. La respuesta viene en su texto: las literaturas de Europa y Europa del este, la cubana, la chilena, la colombiana y la de la revolución mexicana, lo son de los gentilicios que cita, por la sencilla razón de que son emitidas desde ahí y tratan temas locales con parámetros universales. No pueden ser de otros lados.
Citlali ignora –porque quiere- que en Acapulco y en Guerrero no hay instituciones de Arte y Cultura como los hay en otras latitudes. Nuestro estado se formó con la segregación de tres grandes zonas político económicas y culturales bien definidas: Michoacán, el Estado de México y Puebla (hay quienes incluyen a Oaxaca), estas zonas tenían centros educativos y culturales desde los inicios de la Colonia. El actual estado de Guerrero era su periferia y por ello no erigieron ni seminarios aquí, salvo el de Chilapa que fue, durante algún tiempo, la “Atenas del sur”. Citlali no se da cuenta de que en su texto responde al porqué de esa carencia: éramos un puerto de paso que recibía impuestos para España, nada quedaba aquí. Ni gente. Y en la segunda mitad del siglo XX Acapulco fue erigido –sin consultar a los “nativos”- como centro de diversiones. Insisto: los nuevos dueños (también venidos de fuera) no dotaron a la ciudad de institutos de análisis e investigación. Citlali señala a 1990 como la fecha de inicio de la ruptura contra la indolencia de los “nativos”. Y al decir esto no mide ni las consecuencias de su propia indolencia, ni las de su ignorancia ni las de su estulticia porque hacia 1990 la Guerra Sucia empezaba a amainar. Había menos represión. Citlali ignora –porque quiere- la existencia de los cementerios clandestinos, de las ergástulas del Tanque, del casco del hotel Papagayo y de otros puntos urbanos que el gobierno de Figueroa Figueroa usaba para reprimir. Citlali ignora sobre los centenares de estudiantes, líderes campesinos y obreros desaparecidos y muertos también en el sexenio de Ruiz Massieu. Cuando ella llega a Acapulco no percibe una ciudad que apenas se recupera de sus heridas en medio del caos de cada temporada turística, tratando de definirse sin detener su crecimiento ni dejar de enfrentar otros terribles problemas. En el colmo de sus desvaríos ignora que Acapulco es una ciudad con menos de 50 años de existencia. Habla de “nativos” y de los de “afuera” y no se percata de que ella, como muchos otros, vino a estudiar a aquí porque en su lugar de origen no había escuelas de nivel superior. Dice que sus maestros también llegaron de fuera y tampoco se percata de que sus maestros hallaron aquí empleo, hogar y servicios que los nativos erigimos sin negarle nada a nadie. Ni a su marido que viene de un estado “donde sí hay una gran tradición poética”. La ignorancia de Citlali, de su esposo y de su grupo de “chavos de fuera” sobre la historia de Guerrero y de Acapulco es insultante. Por ello sus dudas sobre la literatura guerrerense giran en torno a la nao de China, el turismo, los maestros rurales y el particular espíritu sagrario que priva en su grupito: “ustedes nativos indolentes, nosotros los de afuera, indispensables”. En esa tónica está Ramírez Bravo quien se preocupa por la Guerra Sucia cuando a Acapulco y al Estado debe tratárseles desde todos los ángulos de investigación y en todos sus periodos. Ambos, con sus posturas individualistas abonan la raíz de la pobreza intelectual que nos aqueja. Por ello insisto en el llamado a que utilicen los recursos del pueblo para analizar los problemas de la comunidad, no para que organicen sus tours turísticos de escritores venidos de “fuera” (como ellos), porque aparte de denotar un incurable egoísmo envían señales de desprecio contra Acapulco -y lo que significa- y los acapulqueños. Aún con eso debemos reconocer que esos textos de Citlali y Ramírez son parte de la literatura guerrerense. Su vacuidad, su egocentrismo, la ignorancia que acusan, la pobreza de espíritu que denotan son las características que le dan a nuestra literatura: ganar premios, publicar fuera, Nunca, luchar por un estado mejor en el que los jóvenes no tengan que abandonar –como ellos- sus comunidades. En donde no sólo haya escritores y artistas sino también investigadores.
Ante lo que son ¿qué debemos hacer los “nativos”? Nada. La nuestra es una ciudad de paso y lo sabemos. Algún día también ellos se irán, como todos los que vienen se enriquecen y después se retiran a disfrutar sus ganancias en otra parte. La erección de una cultura local en todas sus expresiones es tarea de los “nativos”; de quienes nacimos aquí, nos sabemos parte de esta ciudad y la amamos porque la conocemos y la entendemos. Esa construcción es lenta pero paso a paso la estamos concretando, los de casa. Nosotros, los “nativos”. Servidos.
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La literatura en Guerrero II
Gustavo Martínez Castellanos
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Con referencia a la anterior entrega con este titulo quedaron algunos puntos referentes a los textos de Citlali Guerrero, publicados por La Jornada que quisiera tratar en este envío. Uno de ellos es que esos textos no sólo se circunscriben a la presentación de las dudas de la autora y la entusiasta exposición de su estulticia. En ellos, aparte de su desprecio a los “nativos” acapulqueños Citali se entrega a sí misma un reconocimiento: “Nosotros, los ‘chavos’ somos los inventores de la literatura en Guerrero. Antes de mi esposo y yo, la nada”. Y es de notar que con esa visión Citlali no sólo se equivoca, también entrega algo peor: exhibe su ambición por el poder. Citlali ignora que desde antes de los ‘chavos’ que comanda –y de los maestros que los formaron-, la literatura en Guerrero no ha dejado de manifestarse. Citlali se centra en la execración de los poetas, tanto de los rurales como de los que “se enquistaron en el sistema”; pero olvida a los narradores y a los investigadores cuya literatura era un reflejo del atraso en que Guerrero se encontraba debido a la profunda e interminable guerra que libraba –y libra- consigo mismo. No me refiero a la Guerra Sucia que es un periodo en que esa confrontación regional tuvo momentos álgidos sino a la que desde el México independiente se ha dado en suelo guerrerense (con algunas variantes pero similar a la de otros puntos de México y de Latinoamérica).
Las guerras de independencia si bien nos liberaron del yugo español dejaron el territorio libre a los caudillos. Algunos, émulos de las guerras santas del Islam, herencia netamente española. Hombres de horca y cuchillo a los que por tradición indígena (e hispana, porque ellos trajeron el nombre del Caribe) fueron llamados caciques. Al cabo de la segunda mitad del siglo XIX Juárez y el puñado de gigantes que lo secundaron hicieron alianzas con estos poderosos hombres regionales; primero para inclinarlos al liberalismo y después para expulsar a los franceses. Su nacionalismo fue varios nacionalismos, porque era regional; a diferencia del de los centros urbanos en donde las clases acomodadas inclusive dieron hospedaje a los soldados extranjeros. Cima de esa suma de caciques a los que la historia ha intentado extirpar de sus páginas surge la imagen de Juan Álvarez, el cacique bueno, (o el buen cacique) que, inclusive, llegó a ser presidente del país. Si Oaxaca se siente orgullosa de ser la cuna del primer indio presidente constitucional de un país latinoamericano; Guerrero, por lo contrario, no se ha sentido muy orgulloso de ser la cuna del primer –y único- cacique que ha llegado a la presidencia de la república. La tradición de Juárez murió con él. La de Álvarez, no. Seguimos siendo un pueblo que admite adalides, hombres “fuertes”. Caciques. Álvarez era un hombre de su tiempo. La leyenda lo encubre desde la independencia. Su arrojo fue decisivo para el triunfo de la república. Su inteligencia originó un espacio geofísico y cultural. Dejó un modelo político que funcionó bien mientras los liberarles juaristas –los que quedaron de la purga posterior- pudieron sostenerse en el poder. Después, Díaz, ya en la presidencia, los combatió y los sometió. Al abrir las puertas al “orden y progreso”, fue acorralándolos. Ello explica por qué en 1893 Canuto Neri y después, en 1901, Rafael del Castillo, se levantaron en armas contra Díaz cuando impuso otro gobernador. Aún así el orden caciquil se había amoldado al porfirismo: vinos nuevos en viejo odres. La distancia, nuestra accidentad geografía, la carencia de institutos de altos estudios (inclusive los que la Iglesia había erigido en otros puntos) y la apertura de nuevas rutas comerciales durante la etapa de expansionismo norteamericano dejaron intacto nuestro rostro regional. Contra eso Juan R. Escudero se inclinó por la libre competencia y el moderno –y eficaz- sistema económico que observó en California mientras estudiaba allí administración de empresas. Cuando quiso implantarlo en suelo guerrerense, el caciquismo local, ahora en manos de familias españolas, se lo impidió. Lo mataron. También a Vidales. Y a todos aquellos que no admitieron que la revolución había terminado y que continuaban luchando con otra visión para sus regiones.
El PRI adoptó al caciquismo como sistema de gobierno en Guerrero: inamovible, patriarcal, feudalista. Ante el pesado aparato de lealtades y compadrazgos que ese sistema secular usaba como medio de control social, la modernidad llegó a Guerrero y con ella los adelantos tecnológicos. Acapulco descollaba como el centro turístico nacional. Surgió más prensa. Novísimas instituciones. No es gratuito que el estallido de la guerrilla en Guerrero se diera al momento en que otros visionarios implantaran aquí la universidad. Por fin una escuela de estudios superiores. El gobierno quiso imponerle su control. Por eso tampoco es gratuito que los principales caudillos contra esas imposiciones hayan sido maestros rurales, sí. Y egresados de Ayotzinapa. Ellos iniciaron otro momento culminante de aquella lucha contra las formas más inhumanas del caciquismo durante los sesentas y setentas. Acapulco se llenaba de gente de todas partes y a nadie se le ocurrió erigir una escuela de artes y oficios. O tal vez sí, pero el gobierno no tenía interés en darnos instituciones para pensar; necesitaba meseros, camareras, cajeros y prostitutas en la costera. O en la zona roja. En donde sea, para que los turistas dejaran aquí sus dólares a cambio de todo el placer que pudieran obtener. ¿En qué momento alguien podía haber pensado en la poesía?, ¿en una literatura que intentara aunque fuera en su forma semejar a las propuestas universales?, ¿cómo? En Acapulco, Chilpancingo, Iguala, Altamirano y otros centros “urbanos” estatales, había miedo. La guerrilla secuestraba y ajusticiaba a personajes representativos del poder. El gobierno respondía desquitándose con el pueblo. Había razzias, detenciones, tortura. La UAG estaba abandonada. El gobierno le quitó los recursos económicos, la rodeó de policías y espías. La prensa palaciega satanizaba a quienes disentían y desplegaba planas a colores de la socialité en la que sobresalían nobles europeos. (Quizá ellos sí pensaban en la poesía. Tenían todo). En respuesta, surgieron periódicos clandestinos, panfletos, desplegados, pintas y mantas en todo el territorio señalando su rechazo a estos gobiernos represores. Esa era nuestra literatura y la de los maestros rurales y la de los pocos escritores que también escribían sobre temas rurales, (vienen a mi mente La Barbasca y Debe amanecer). Pero también había libros que alababan al poder, Armando Pedraza hizo muchos y hoy son documentos que cualquier estudioso serio de nuestra literatura regional tiene que tomar en cuenta. No había premios, ni becas, ni revistas especializadas. En Guerrero había represión, muerte. La miseria extrema al lado de la opulencia palaciega de los hoteles y las residencias de lujo neoclásico, deudor directo de la pagana Roma. Largos convoyes del ejército custodiaban el “orden y el progreso”.
Cuando Citlali y su esposo llegan a Acapulco CONACULTA ya ha sido formada y opera a todo lo que da. Hay, por todas partes, concursos y talleres. Se puede decir que es un momento cultural coyuntural. La mesa estaba puesta. El PRD iba a la alza. Y todo mundo olvidó a los maestros rurales que lucharon por eso y por más. Pero también hay quien no olvida sino que execra a esos maestros y desprecian la historia de su estado. Su centenaria lucha, inclusive contra el arielismo: no, en Guerrero la pugna no es entre “civilización” y “barbarie” –creo que en ningún lado lo es-; es entre el ser ante la historia y la Historia. Pero ese tema es tan profundo como éste y hay que analizarlo con otra perspectiva, sólo quiero adelantar que nuestro actual territorio –que posiblemente fue cuna de las civilizaciones olmeca y teotihuacana-, se encontraba vacío al arribo de los españoles. Sus repúblicas de indios eran tan pequeñas que no se levantaron ciudades, ni industrias que merecieran conventos, ni institutos de educación superior –como en Michoacán, Estado de México, Puebla y Oaxaca-. Y después de la Independencia, la Reforma, el Segundo Imperio y la Revolución volvimos a quedar aislados (es curioso pero cierto: el único periodo en que estuvimos conectados al centro del país –aunque fuera una vez al año- fue la Colonia), por eso, al arribo de la modernidad, Acapulco y Taxco se encontraban como esos mundos perdidos de ciertas literaturas fantásticas: intocados. Pero nada de eso lo pedimos nosotros. Eso nos tocó. Esa es nuestra historia. Ignorarlo o negarlo es negarnos.
Y tan lo es, que ahora, después de todo ese devenir, en un momento también coyuntural una pareja de arribistas intenta levantar un nuevo cacicazgo. Uno cultural que les reporte tanto poder político cultural como económico. El reconocimiento que Citlali se entrega a si misma y que no pudo ocultar en sus textos tiene como fin decirle al mundo que si alguien merece todos los recursos para el área de la cultura en Guerrero es ella.
Pero no sólo sus textos dicen eso, también su praxis: frenética, hiperactiva, con un fuego abrasador interno que le ha levantado una leyenda negrísima, va de funcionario en funcionario y de gobierno en gobierno pidiendo y ofreciendo. Levantando sus castillos de fuego de artificio, iluminando el rostro ambicioso de los políticos modernos que saben del poder de seducción que los grandes espectáculos ejercen en la masa: el circo romano.
Así, sin revisar ni la historia, ni los recursos de las regiones ha convencido a diversos gobiernos de erigir ferias y fiestas y encuentros y aparatosos eventos en los que las socialité regionales –otra vez- se reúnan a lucir sus nuevas joyas y prendas y el pueblo mire desde afuera con el rostro encajado en las herrerías de las vallas de protección.
Algunas de sus delirantes ideas han sido, en Acapulco, el inútil centro de las Artes, el ostentoso festival de la nao y los insultantes encuentros de su esposo Jeremías y su amigo Toño Salinas. Chispazos cargados de espectacularidad en que artistas e intelectuales son exhibidos en su quehacer creativo o analítico unos días y sólo ellos se entienden porque el pueblo carece de instrucción al respecto. Mucho dinero, prensa complaciente. Brindis y charlas de altura en restaurantes ad hoc. Después de eso los grandes artistas se van a lo suyo y los que empiezan, prohijados por esta voraz pareja, esperan la próxima invitación para volver a ser usados como telón fondo. ¿Y el pueblo?
Parte de este esquema -que con otros fines se encuentra signado en los reglamentos de las instituciones de apoyo a la cultura- está siendo utilizado no para generar investigación, creación y exhibición de la obra local y, para que a la larga, Guerrero progrese; sino para que el dinero y el poder político cultural recaigan en esta pareja. La emisión de ese reconocimiento a sí misma; la cita “los muchachos están cumpliendo, ganan premios, escriben fuera” no es el justificante del trabajo realizado, es la constatación del temor a una crítica ajena y de otro nivel a todo lo que hacen con el dinero del pueblo. O una forma de adelantar que un cacicazgo así, aún burriciego y ladino, sería correcto.
Esa es nuestra historia. Los escritores que invitan no la conocen. Y es posible que nunca la conozcan si las instituciones, la prensa, los políticos voraces y los funcionarios corruptos continúan apoyando este esquema vergonzante y espurio.
Es urgente erigir instituciones de investigación, análisis y enseñanza de arte y cultura en Acapulco y en todo Guerrero. Instituciones libres, no bajo la férula de la universidad que hoy es el epítome del caos. La literatura en Guerrero no es nueva; los caciques la han mantenido envejecida. Maniatada. Escupida. Es trabajo de los “nativos” liberarla. Y en eso estamos.
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