En la edición del miércoles 25 de agosto de 2010, DIARIO 21 publicó el siguiente cuento, de los que aquí se han publicado ya el primero y segundo lugares:
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Mercedes
3er. Lugar
Antonio Fernando León Díaz
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Las imágenes y los recuerdos me llegan con los primeros rayos del sol para irse multiplicando conforme pasan los minutos. No he podido dormir en toda la noche, he regresado a Iguala después de haber estado 57 años fuera. No volví jamás, no sé si fue a propósito o por azares del destino, el hecho es que me alejé de esta ciudad como si alguna fuerza extraña me impulsara a hacerlo. Ahora estoy aquí, a mis ochenta años de edad, intentando revivir en mi mente aquel mágico día, cuando conocí a Mercedes, mujer por quien en esta madrugada se agolpa en mí la melancolía. ¿Por por qué estoy aquí? ¿Qué busco? No lo sé, ojalá lo supiera.
Era el año de 1953, se festejaba en Iguala la primera feria a La Bandera. Había puestos de vendimia en el atrio de la iglesia y en el parque que estaba enfrente, el cual, si no mal recuerdo, tenía 32 tamarindos a su alrededor. En la contra esquina del atrio, estaban los juegos mecánicos. Todo ubicado en el centro de esta apacible ciudad.
Yo tenía por aquel entonces 23 años de edad y no era mal parecido, y como me gustaba practicar el baloncesto y la natación, tenía un cuerpo medio atlético, en pocas palabras era yo un buen mozo. Trabajaba como agente de ventas de una de las distribuidoras de productos de mercería más importantes del país, y estaba en Iguala precisamente para abrir mercado a esos productos, y qué mejor ocasión que cuando se festejaba por primera vez en su historia La Feria a La Bandera en esta ciudad. Después de recorrer los negocios de esa población, me fui al hotel en donde me había hospedado, ubicado a un costado del parque. Me bañé y me recosté para reposar del ajetreado día que había tenido, el cansancio hizo que el sueño hiciera presa de mí. Como la ventana de mi cuarto daba hacia el parque, al iniciar la noche me despertó el bullicio de los lugareños y visitantes que ya comenzaban a divertirse en la feria. Me vestí y salí a curiosear un rato, era una celebración sencilla para mi gusto, ya que por mi trabajo había tenido la oportunidad de conocer grandes ciudades con festividades más elaboradas.
Iba caminando entre los juegos mecánicos cuando observé a una joven hermosa que quería subirse a la rueda de la fortuna, pero le faltaba alguien que la acompañara, ya que los asientos eran para dos personas. Como me sentí sumamente atraído por esa mujer, me apresuré a comprar mi boleto y le dije que si podíamos ir juntos, puesto que ambos estábamos sin acompañante. Ella dudó un poco en aceptar mi compañía, pero finalmente accedió aunque con cierta desconfianza porque se sentó retirada de mí. Le dije quien era y del por qué de mi paso por Iguala, ya que ella previamente me dijo que nunca me había visto por su tierra. Cuando le pregunté cómo se llamaba, ella me respondió: Mercedes. En ese instante sentí como si su nombre besara mis labios, y no tuve otro pensamiento más que el de estar el mayor tiempo posible en su compañía.
Bajamos del juego y la invité a que me acompañara por la feria, argumentando que yo no conocía a nadie. Mercedes accedió amablemente, aunque la desconfianza hacia mí seguía presente, pues caminaba retirada a una prudente distancia de mi persona, como si tuviera algún temor de que nos vieran juntos. Pasamos un largo rato entre los juegos y los puestos de vendimia, nos comimos un algodón de azúcar y tomamos agua de tamarindo. Antes de que yo bebiera el agua fresca me dijo: Ten cuidado, si quieres mejor toma agua de otra fruta, porque se dice que los fuereños que toman agua de tamarindo en Iguala, se quedan aquí para toda la vida. Yo me reí y le dije: Pues ya estará de Dios que muera por estas tierras tamarinderas. Después de mi respuesta, le di un enorme trago a mi agua de tamarindo. Ella sonrió, ahora con un gesto de malicia que no le había visto toda la noche.
Me platicó sobre muchas cosas, como el hecho de que en 1932 se festejó el centenario de haber plantado los tamarindos aquí en Iguala por el general Luis Gonzaga Vieyra, que se eligió una reina de los festejos y que la que ganó se llamaba igual que ella: Mercedes, pero que era muda. Sin embargo no me platicó nada en particular de su persona, se veía contenta en mi compañía y nada más, mientras yo buscaba un espacio en la conversación para insinuarle mis intenciones de iniciar un romance, ella muy hábilmente insertaba tópicos en la charla que lo impedían. Miró su reloj y dijo: ¡Cielos es muy tarde!, ya van a dar las diez, ¿me podrías acompañar a mi casa? Respondí de inmediato: ¡Claro que sí, para mí es un honor!
Caminamos hacia un costado del parque unas cuatro o cinco calles hasta que se detuvo frente a una puerta. Me dijo: Aquí vivo, soy casada, mi esposo es de mayor edad que yo y está delicado de salud, posiblemente ya esté dormido, gracias por tu compañía. En ese instante me sentí ridículo, yo pensando en un romance y ella en su marido enfermo. Le iba a ofrecer mi mano para despedirme cuando me dijo: Ah, por cierto, no sé si sepas algo de plomería, está tapada la tubería del fregadero, ¿podrías pasar para ver si la puedes arreglar? Le respondí: ¿Y tu esposo, no se enojará? Ella me respondió: No lo creo, además ya está dormido, debe de haberse tomado ya su medicina y esa le provoca cierta somnolencia. Le dije: pero yo no tengo herramienta para eso. Ella contestó: Aquí en casa tenemos, pasa y échale un vistazo, total, si no se puedes o la herramienta no te sirve pues ni modo.
Me hizo pasar al interior de su casa, era de dos pisos, en el de arriba estaban las recámaras, y ahí supuse estaría dormido su esposo sumamente enfermo. Mercedes me condujo a la cocina, sacó de un mueble una caja de herramientas y me las dio. Me dijo: Revisa el desperfecto, yo en seguida vuelvo, voy a ver cómo está mi esposo, siéntete en confianza.
Tomé la herramienta y me metí debajo del fregadero, estaba de espaldas con medio cuerpo adentro de un espacio construido de cemento exprofeso para colocar el mueble para lavar los trastes. Estaba intentando aflojar una tuerca que unía a dos tubos, cuando escuché los pasos diminutos de Mercedes. Caminó hacia el fregadero y pude ver que vestía una bata de dormir muy delgada, casi transparente, que descubría parte de sus piernas firmes y elásticas a cada paso que daba de manera por demás encantadora. Se paró cerca de mi cintura y dijo: ¿Podrás arreglar el daño? Sin haberme dado cuenta de qué clase de daño se trataba o si es que acaso podría yo repararlo, le respondí: No es grave, parece que lo podré arreglar en un momento. El estar dentro de su casa y las ansias de estar con ella, me hacían comportarme con demasiada imprudencia, sin pensar en la reacción de su esposo si es que llegaba a despertar y nos viera en la cocina, o si llegaba algún otro pariente y al desconocerme fuera pensar lo peor de esa situación.
Mercedes se inclinó para poder mirar lo que yo hacía, pero desde esa posición no podía verme porque el mueble del fregadero era muy ancho, entonces se arrodilló, introdujo un poco la cabeza en donde yo estaba, y después de su rostro de abismal belleza, vi sus senos que se desbordaban por entre la abertura de su bata. Levanté lo más que pude mi cabeza y le dije con tono de reclamo: ¿Qué es lo que quieres en realidad? Comprendió mi turbación y debió de leer en mis ojos el terrible deseo que me inundaba, pues sonriendo con malicia de quien se siente dueña de la situación, me dijo: Nada, ¿por qué?
Sin embargo ella seguía en la misma posición, y no hacía nada por cerrar el cuello de su bata que me seguía permitiendo admirar a sus senos provocativos, beligerantes, casi desnudos. Me hubiera bastado estirar el brazo para tocarlos….., y lo estiré. Sentí una tibieza palpitante y ardiente, y una suavidad de terciopelo que me transportaba más allá de la cordura. Atraje su cabeza hacia mí y nos besamos. Después del beso se incorporó nerviosamente y yo me puse de pie, ella tenía un cierto aire de arrepentimiento pero al mismo tiempo de satisfacción. –Mi marido está muy enfermo-, dijo tranquilamente. Yo seguía mirándola con un terrible deseo, casi sin escuchar sus palabras. Pasó muy mala noche –volvió a decir-, es una extraña enfermedad que lo va consumiendo poco a poco, como si algo lo fuera chupando por dentro, nos han sugerido cierta forma de curarlo pero no la hemos intentado, nos parece muy riesgosa. Después ella ya no dijo nada y yo tampoco encontraba algún comentario adecuado para el momento, me cegaba el deseo que Mercedes ya había despertado en mí. A la decepción, se sumaba la impotencia y el resentimiento por su provocación a ultranza: ¿cómo se transita por la geografía de un deseo inexpugnable? La incomodidad del silencio patético que había entre ella y yo se rompió con una voz grave y vieja, quejumbrosa por demás: Mercedes, sube, siento que ahora sí me estoy muriendo. Su marido la solicitaba tal vez porque había empeorado su condición, o alguna incomodidad lo agobiaba.
Ella me acarició la nuca, me dio un ligero beso en los labios y me dijo con voz sensual pero persuasiva: Sube, acompáñame para que lo conozcas, no va a pasar nada, de seguro ni te va a ver, está tan débil, además necesito que me ayudes en algo. No sé por qué decidí subir a la recamara del moribundo, ¿por morbo?, ¿incredulidad de que tal vez no era lo que parecía?, ¿audacia de que a lo mejor el romance se daba en una de las recámaras? No lo sé, pero subí. Lo vi desde la puerta, el rostro del hombre se veía sumamente amarillento, para ser más preciso como pergamino, dicen que se necesita que la muerte lo agarre a uno de las entrañas para que los seres y las cosas se parezcan a los pergaminos, pero ese hombre todavía respiraba, aunque con mucha dificultad.
Mercedes me pidió que lo auxiliara para aplicarle un tratamiento a su esposo, me sentí estúpido ante esa situación pero acepté, más por lástima hacia aquel pobre hombre moribundo que por querer quedar bien con ella. Me dijo que tomara una pomada color verdosa y que se la untara en el pecho. Me indicaba los movimientos precisos que yo debía hacer tal como si ella fuera una experta curandera. Cuando frotaba el pecho del marido, sentí como si él expulsara un vaho gélido y fétido hacia mi cara, volteé de inmediato, pero el rostro de aquel hombre parecía como petrificado con sus labios sellados por la resequedad, en ese momento hasta me pareció increíble que ese sujeto hubiera hablado hace apenas un rato. Le pregunté a ella: ¿Por qué no dice nada si hace un rato habló? Me respondió: No lo sé, son muy frecuentes las ocasiones en que dice unas cuantas palabras y después pasa hasta un par de horas sin decir nada.
Me apresuré a terminar con mi encomienda, pues no deseaba que este hombre se despertara y me hablara cuando yo estuviera con mis manos sobre él. No sé por qué, pero en ese momento comencé a sentir un poco de temor. Pensé: “¿y si se muere?, a lo mejor me echan la culpa de que vine a ahogarlo para quedarme con la viudita”. Lo único que se me vino a la mente fue el salir lo más rápido posible de ese lugar. Le dije: Ya terminé, te dejo en paz, yo me retiro. Ella respondió: Espera un poco más. Falta otra cosa. Ayúdame con eso y ya no te molestaré, podrás irte a seguir disfrutando de la feria de mi pueblo. Miré por la ventana, la noche seguía indiferente su milenario curso por entre las estrellas y la luna, entre las ilusiones de los enamorados y entre las cosas más triviales de nuestra existencia. Dentro del cuarto sentía calor, inexplicablemente el frotarle esa pomada en el torso al viejo me había provocado cierta fatiga que me invitaba al sueño. Está bien -le dije-, pero apresúrate, porque me siento cansado y con sueño, deseo lo más pronto posible estar en mi cuarto y dormirme.
Mercedes me dio instrucciones: Toma ese ungüento azul y úntale un poquito en cada uno de sus párpados, con ese líquido amarillo humedécete las manos y frota su cabello, después mójale siete veces los labios con ese líquido que parece leche.
Mientras yo seguía paso a paso lo que me había indicado, noté que ella se untaba algo por todo el cuerpo mientras decía palabras ininteligibles. Yo me sentía más fatigado. Cuando terminé mi encomienda me pidió que la auxiliara para cambiarlo de ropa: le pusimos una de color blanca sin que el tipo reaccionara para nada. Mercedes tomó unos sorbos de una extraña bebida y juntó su boca con la mía para pasarme parte del líquido que había ingerido, después abrió más la boca y la apretó contra la mía, y en lugar de besarme, yo sentía como si me succionara con todas sus fuerzas y desesperación, como si tratara de absorber mi propia vida. Se retiró de mí y fue hacia su marido que estaba tendido sobre la cama, yo me desplomé sobre un sillón que estaba a un costado del dormitorio pegado a la pared, sentí como si me fuera a desmayar, pero hacía esfuerzos sobrehumanos para no hacerlo, pensaba que si lo hacía algo malo me iba a suceder y tal vez hasta perdiera la vida.
Sin causa aparente, el cuarto se oscureció al grado de que casi ya no podía ver nada, sin embargo me pareció distinguir que ella se acostaba a un lado de su marido y pegaba su boca a la de él de igual forma como lo había hecho antes conmigo. Me pareció asqueroso. Quise abandonar la casa en ese instante pero no tenía las fuerzas suficientes ni siquiera para ponerme de pie. Se me cerraron los ojos, mientras un marasmo hacía presa de mis sentidos, ya no estaba seguro de lo que realmente estuviera pasando en esa habitación. Sentí como si algo pesado, húmedo, sofocante, como el aliento enfermo de una enorme boca humana se apoderara de toda la atmósfera del cuarto.
Intenté ponerme de pie pero no lo conseguí, lo único que funcionaba en mí era una mínima parte de mi raciocinio. Me preguntaba ¿cómo es que había llegado hasta esta situación? ¿Por qué me atreví a entrar a esta casa habitada por un moribundo y una joven mujer que parece sólo querer estar jugando conmigo o tal vez quiera hasta matarme? En ese instante me pareció que el mundo era una cosa absurda y que lo único que valía la pena era abandonarse, abandonarse a esa situación hasta quedar profundamente dormido, inerte, como los muertos, descansando para siempre.
Me vi otra vez en la rueda de la fortuna, sentado en la misma canastilla con Mercedes, uno en cada extremo del asiento, hablándonos casi a gritos sin decirnos cuáles eran nuestras verdaderas intenciones, platicando de todo sin decirnos nada. Ella radiante, como una carnada a modo para un torpe visitante con sus deseos expuestos de vivir una aventura. Me sentí como ese personaje de la feria que se había transformado en una tortuga con cabeza de humano por una maldición de sus padres por haberlos desobedecido: “Pásenle a ver a esta momia viviente que conserva tan sólo el mínimo de energía para servir de ejemplo a todos aquellos lujuriosos, pásenle a ver cómo quedó este sujeto por no obedecer a la cordura y a la razón, véanlo cómo se arrastra por una simple sensualidad cotidiana.
No la sentí llegar, me debí quedar dormido, pero ya me sentía con fuerzas para ponerme de pie y salir de esa casa, lo iba a intentar cuando ella me lo impidió con amabilidad y con firmeza. Sin más se sentó a mi lado, yo no tenía fuerzas más que para admirar la piel hermosa de sus piernas que en ese momento nada sabían de contemplaciones. –Qué cansancio-, dijo al tiempo que echaba hacia atrás todo su cuerpo. Le miré el rostro, y en sus ojos descubrí no sé qué terrible y misteriosa correspondencia con la llama interior que todavía quemaba mis entrañas pasionales, que me hacía temblar las manos, que me sofocaba el aliento, que me hacía vibrar el corazón al borde del infarto. Un deseo asfixiante se desbordaba por mis instintos primitivos y me hacía olvidar todos mis temores anteriores, mis reflexiones y arrepentimientos. Caí sobre ella sin decirle nada, sin que tampoco Mercedes dijera nada, con una fuerza ciega y una urgencia animal que me parecía saldar una deuda y consagrar una suprema alegría antes de que me pasara cualquier cosa. Deseaba profundamente con lo último que me quedaba de fuerza, que mi torpeza hubiera valido de algo la pena.
Mientras el placer parecía vengarme provisionalmente de esta absurda aventura que no sabía cómo iba a terminar, Mercedes me otorgaba por un instante el olvido de todo. La intensa obscuridad ahora se apoderó de mi mente y sentí que caía a un abismo inmensamente profundo, y ya no supe más de ese momento que me había mantenido expectante, al borde de la locura, al margen de lo rutinariamente cuerdo. En aquel momento pensé que todo había terminado para mí.
Los recuerdos oníricos se interrumpen por el bullicio de la gente en las calles, la algarabía parece ser la de aquel entonces, cuando la feria a La Bandera se llevaba a cabo en el centro de la ciudad. Abro los ojos, ya es de noche, me quedé dormido después de haber pasado una terrible noche en vela. Veo a mi rededor, distingo los muebles y la decoración de aquella casa de Iguala en la que estuve allá por 1953. Me siento débil, como si el tiempo hubiera pasado vertiginosamente desde aquella fecha y que desde entonces no me hubiera movido de aquí. El ambiente se aclara un poco, puedo distinguir, aunque de manera borrosa, a Mercedes y su esposo un tanto cuanto restablecido, ambos salen de manera sigilosa de la habitación. Sobre mi cuerpo enjuto, amarillento como pergamino y los labios sellados por la resequedad, la noche pasa oscura, espesa, con su carga de silente complicidad.
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