En la edición del martes 24 de agosto de 2010, DIARIO 21, de Iguala, Gro., publicó el cuento ganador del segundo lugar en el Primer Certamen Estatal de Cuento Corto "Elena Garro":
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La esposa del tigre
2do. Lugar
José I. Delgado Bahena
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Es media noche. Despierta al percibir el olor a pez muerto que despiden los tigres en celo y siente miedo. Conoce bien el tufillo por haber presenciado el apareamiento que tuvieron una pareja de estos felinos, encerrados en una jaula del circo que cada año llegaba a instalarse en el terreno baldío, a un lado de su casa. En aquel entonces, ella era apenas una niña de ocho años que se quedaba, durante las vacaciones de verano, encerrada, repasando los textos escolares acompañada por su primo Quétzal, de doce, que recién había terminado la primaria y le explicaba las primeras operaciones matemáticas.
Esta noche, siete años más tarde, con la pestilencia a mar podrido impregnada en su nariz y entre la pesadez de una bruma hostil que ensombrece la tenue luz de la pequeña lámpara que tiene encendida sobre su buró, se talla sus adolescentes ojos tratando de despejar la penumbra y precisar de quién es la enorme silueta que se recorta a un lado de la puerta y que le hace estremecerse con una corriente eléctrica que le eriza la abundancia de su tierno vello púbico.
−¿Quién está ahí? –pregunta más por inercia que por verdadero interés en confirmar que alguien se encuentra a tres metros de su cama.
Siente frío. Toma un cojín que está junto a su brazo izquierdo y lo lleva hacia sus pechos. Acomoda su cuerpo de costado, hacia la puerta, dobla sus rodillas y se talla los pies en busca de un poco de calor que le calme el temblor que le hace apretar el cojín contra su estómago.
El silencio, rasgado apenas por un suspiro parecido a un jadeo contenido, que rebota en el piso, trepa por una de las patas del camastro y se desliza sobre sus sábanas para llegar, insinuante, en el filo de la almohada e incrustarse de golpe en el tímpano de su oído derecho, es la única respuesta que obtiene el temblor de su pregunta.
Por un instante teme todo, incluso por su vida; sin embargo, es un momento, tan breve, como un relámpago perdido en la lejanía de las montañas, que levita en su memoria y le lleva a recordar, con la nitidez de una nota vibrando sobre la neblina que envuelve su cuarto, aquella época en que el primo, adolescente, con sólo diecisiete años −pero con un embarnecimiento de hombre adulto que hacía suspirar a las feligreses que se acercaban a presenciar las danzas −, representaba al Tecuán, o Tigre, en la danza de Los Tecuanes. Y sus malabares por las cuerdas y los viejos árboles en el patio del templo del pueblo, despertaban la curiosidad, el morbo, la emoción y hasta la libido de las mujeres que recreaban su vista sobre sus torneados glúteos que se dibujaban en las manchas del traje entallado que usaba para su personaje.
Y ella, la pequeña Sofía, a los trece años, compañera inseparable del primo Quétzal desde que iniciaban las festividades del segundo viernes de cuaresma en su comunidad, tenía que embodegar los nacientes celos de pequeña hembra que le provocaban los comentarios y las risitas de las espectadoras que se ubicaban a un lado suyo para regocijarse con los disturbios que provocaba la representación de esta danza y con la excitación que les provocaba la torneada figura de Quétzal, enfundado en su vestuario de danzante.
Desde que el pitero comenzaba a golpear el pequeño tambor para acompañar con sus percusiones la melodía que producía soplando una rústica flauta hecha de carrizo silvestre, y llamar a los danzantes para la última representación de la noche, la gente abandonaba sus puestos alrededor de otras danzas para ir a recuperar su algarabía y aplaudir las peripecias que el apuesto tigre hacía para escapar de sus perseguidores.
La motivación de Sofía, que con los instintos de su entrepierna desatados por la cercanía del primo danzante, que en los últimos meses había superado la talla común de los muchachos del pueblo y a ella le había regalado una menstruación precoz desde los diez años y quien, regocijada en el dolor físico que le confirmó el salto de niña a mujer con ilusiones y esperanzas fijas en los ojos, en los brazos, en las piernas, en las manos y en las nalgas de Quétzal, se interesó por colaborar en las festividades bajo la tutela del cura Juan Ignacio y de su padre, Agustín, sólo por el mero pretexto para estar junto al primo.
Y desde que Salvadorche, el hacendado de la danza de Los Tecuanes, encomienda a su ayudante, Mayeso, la caza de la bestia, que ha saciado su hambre devorando a un cervatillo, Sofía tiembla al pensar que su primo tendrá que trepar por los árboles y luego deslizarse por las cuerdas, seguido de los cazadores. Cuando esto ocurre, él se limita a inclinarse hacia ella y le muestra sus ojos de espejo que adornan la máscara de tigre que usa para cubrir su rostro y completar la representación del animal.
Durante la danza, en la que todos son hombres con vestuarios diversos que representan a los personajes de los nacientes días coloniales, entre los que se incluye a un “doctor” que curará a los heridos que son atacados por El Tigre, Sofía intercala los diálogos de preocupación del hacendado −por los perjuicios que ha ocasionado la bestia en su ganado y en sus terrenos de cultivo−, con los que ella misma sostiene entre las veredas de su corazón donde ha depositado tres dagas: de temor, de celos y, por supuesto, de un escondido amor por el primo Tigre.
Los bailes, acompasados al ritmo del tambor y de la flauta, llevan al viejo Mayeso entre las dos filas de danzantes en busca de los hombres que aceptaran el pago que les ofrecía para formar un grupo e ir en persecución del Tigre que ronda la comarca −según el ritual representado en esta tradición− y a Sofía le hacen mover sus pies en armonía con ese golpeteo que se amalgama en los latidos de su adolescente corazón.
Para completar el ritual, otros personajes se agregan al grupo de perseguidores: el viejo Flechero, el viejo Lancero, el viejo Cacahiyel y el viejo Xohuaxclero, quien lleva los lazos para atrapar al Tigre, pero tampoco logran el objetivo de matar a la bestia. Al fallar también éstos, Mayeso llama al viejo Rastrero (con sus buenas perras, entre las cuales está la perra Maravilla) y a Juan Tirador, quien trae sus buenas armas y sube sobre los hombros de los demás cazadores en una figura a la que llaman “las piedras” para tener mejor visibilidad sobre su presa.
El olor a pez muerto ha embarrado por completo las paredes de su cuarto y atrofian su olfato. Decide salir de la cama y se sienta en la orilla aún oprimiendo la almohadilla, que le ha servido de poco para calentarla, junto a sus senos congelados en las punzadas del frío de la noche.
La penumbra es espesa y la temperatura desciende aún más. Suelta el cojín que rueda sobre el piso, con su mano derecha se talla la nariz y con la izquierda toma una de las puntas de su edredón y se envuelve con él. Cierra los ojos como un vago intento de creer que es sólo un sueño y que al volverlos a abrir despertará y la neblina, así como la silueta que sigue empotrada en la pared y que ella distingue apenas como en relieve, habrán desaparecido.
Son varios minutos en los que su respiración se vuelve agitada y se acelera con el ritmo de quien intenta desahogar la mayor de las tribulaciones a través de un grito contenido en el baúl tormentoso de una pesadilla. Por fin los abre y su mirada es un rayo penetrante cargado con explosivos de la desesperación y el desaliento. No tiene dudas, sabe de quién es la silueta y el dolor llega a instalarse en cada una de sus uñas con las que se rasga las piernas. Sus manos suben hacia sus pechos y oprimen sus pezones hasta lograr que lance un gemido austero, plagado de nostalgias y de ansias insatisfechas, que le devuelve sus miedos.
Cada golpe del tambor le hacía temblar. Para disimular su turbación ante la multitud que le cerca, ha cruzado los brazos sobre sus crecientes pechos y busca con su mirada la de él; El Tigre ha subido al viejo árbol y, detrás suyo, sus perseguidores. La multitud está a la expectativa. Quétzal, trepado sobre una rama del trueno, alzando su mano derecha le dirige un saludo a su prima. Ella agradece el gesto y le devuelve una sonrisa fingida, cargada más de preocupación que de emoción.
El ritmo de las percusiones se hace más intenso y hacen eco con los latidos del corazón de Sofía. El Tigre acomoda su cuerpo sobre las cuerdas tendidas en el aire a seis metros del piso de cemento del atrio, enreda sus piernas y con sus manos tira hacia adelante, deslizándose poco a poco hacia el otro extremo. Está a dos metros de llegar a la rama del viejo árbol donde ataron la otra punta, cuando gira hacia la derecha en un movimiento brusco, de gran riesgo, que arranca los gritos de los espectadores y hace que Sofía cierre los ojos y se cubra la cara. Para no caer, El Tigre se sostiene con sus fuertes muslos enlazados en las cuerdas, luego balancea el cuerpo para doblarlo hacia adentro, asirse con las manos y soltar los pies.
Colgando, espera a que el auxiliar del pitero le apoye y se deja caer hacia el piso. Los espontáneos aplausos le indican a Sofía que el peligro ha pasado y deja que dos lágrimas tiernas se deslicen por sus mejillas.
El regreso a las casas de ambos, por la vecindad de las familias, lo hacen en silencio. Ella tomando el brazo de él, impregnándose de su transpiración y de su cercanía, comprimiendo sus sentidos genuinos que han despertado a la religiosidad del amor a través de una falsa preocupación familiar y le llevan a reclamarle a él la fingida caída de las cuerdas que se le ocurrió para hacer más dramática la persecución. Él corresponde a su reclamo inclinándose para depositar un ingenuo beso en su mejilla y le pasa el brazo izquierdo por los hombros. Sofía rodea la cintura de Quétzal con su brazo derecho y lo atrae hacia su delgado cuerpo.
Así recorren los ochenta metros del camino que los lleva al terreno donde se ubican las casas paternas. Al llegar, cuatro cadenas los aprisionan y se funden en un abrazo interminable. La corpulencia de él, a sus diecisiete años, le hace parecer un padre que abraza a su hija de trece; pero los dos identifican la emoción que les brota en los pechos y callan. Es un silencio breve que él rompe con el obligado “que duermas bien” y ella con un “sí, descansa”. Quétzal repite el beso en la mejilla de ella y rompe el cerco de sus brazos. Sofía aún ve, iluminada por el foco que cuelga junto a la puerta, la varonil figura de su primo que se aleja y quien voltea sólo una vez, para sonreírle, antes de entrar a su casa y dejar con puntos suspensivos los enredos de la vida.
Animada por un valor irreconocible, decide enfrentarse a lo que ella considera su peor pesadilla. Se incorpora envuelta en su edredón, va hacia la ventana y abre un poco las cortinas. Esquiva, temerosa, la silueta que aún percibe a un lado de la puerta. Su mirada se vacía hacia el exterior en un campo sembrado de tomate. Una luna llena desgrana sus luces de plata sobre los cultivos, humedecidos por las recientes lluvias. Se arma de valor, acomoda sus cabellos detrás de sus orejas y voltea buscando la amenaza embrocada en el adobe de su cuarto. Ahí está. Un rayo de luna ha penetrado por la rendija que dejan las cortinas y golpea sus ojos plateados haciendo resaltar su enorme cabeza de Tigre. Es la confirmación de sus sospechas. Le teme, pero le desea. Un grito ahogado le asfixia y le lleva a descubrir por completo el rectángulo de la ventana. Sabe que es imposible, pero ahí está. De espaldas, regresa a su cama y se recuesta boca arriba, con las manos en la cara, extasiada, increíblemente viva ¿o también muerta?, se pregunta.
Veinticuatro meses después de aquel abrazo eterno, lo mismo: Quétzal, El Tigre, con diecinueve años de edad que han terminado de moldear su figura de hombre hecho, retando a sus eternos cazadores que le acosan con furia entre los fingidos bosques, sobre los mismos árboles viejos y despertando las mismas pasiones en las miradas furtivas que las casadas le regalan y las flores frescas que las solteras le tiran desde sus pupilas disimuladas en la penumbra que no disipan los antiguos faroles de la iglesia.
Pero ahora es diferente: la emoción de Sofía es distinta. Hace cuarenta y cuatro días que cumplió los quince años y, en su fiesta, Quétzal fue su principal acompañante. Al ritmo de sus primeros pasos, deslizándose en armonía con la reproducción de “Sobre las olas” en el aparato de música que hizo el favor de prestar Candela, la de la tienda, Quétzal le ofrece su mejor regalo de cumpleaños: “Un día me voy a casar con usted, prima”, le dijo susurrándole al oído y apretando con su mano izquierda la derecha de ella. Sofía no dijo nada, sólo lanzó su mirada hacia el cielo para disimular su turbación, tan fuerte que le hizo enrojecer sus mejillas, y le llevó a pedir, como su mejor deseo de quince años, que esa promesa de Quétzal se cumpliera. Sin dejar de mirar el firmamento estrellado de esa noche de enero, se dijo que si ese anhelo no se realizara, preferiría quedarse para vestir santos, como la tía Luisa que nunca se casó y se dedicó a cuidar a los niños de las sobrinas.
El recuerdo, fresco aún, se diluye con el sonido del tambor que anuncia la persecución sobre el lazo, tendido a seis metros de altura y atado de las ramas de dos árboles cercanos.
El Tigre, con la agilidad de siempre, se desliza sobre las cuerdas llevando entre sus manos el chicote con el que ahuyenta a las perras que lo acosan. Abajo, los cazadores, con Juan tirador al frente, organizan una pirámide humana para que el del rifle afine su puntería en posición de ventaja y cace a la bestia.
Ahora, El Tigre está a medio camino, en el centro del espacio ubicado como escenario, suelta las piernas y de manera sorpresiva, al unísono con el disparo del tirador, le obsequia a su público otra de sus acrobacias. Sentado sobre las cuerdas tensas, gira su cuerpo hacia abajo haciendo la figura de quien cae de cabeza hacia el pavimento. Quétzal confía en la fortaleza de sus muslos y piensa que le responderán para no descender y quedar colgando, asido de sus pies. En ese momento, la perra Maravilla se ha tendido sobre los lazos cambiando su posición y provocando que El Tigre falle en el cálculo para lograr sostenerse con sus piernas, que se trenzan en el vacío y dejan que él caiga, sin siquiera meter las manos, ni que alguien más le reciba abajo, con el cuerpo encorvado, golpeándose en la nuca, entre un mar de gritos de la gente que lo observa y que nada puede hacer por evitar la muerte instantánea del Tigre más apuesto que nunca habían tenido en la danza de Los Tecuanes.
Sofía, quien siempre que el primo hacía estas maniobras cerraba los ojos y evitaba verlo para no distraerlo y al mismo tiempo evadir la posibilidad de que su pecho se llenara de angustia, supo que algo malo había pasado por la interrupción de la música de la flauta y del pum pum del tambor.
No supo más. Su mente cayó en un sistema de defensa que le produjo una evasión de la realidad y la mantuvo enclaustrada en su habitación por órdenes médicas, y sólo bajo los cuidados maternos aceptaba algún tipo de alimento en espera de poder despertar de ese amargo sueño que la ha alejado de Quétzal.
De pronto, el clima, en el interior de la habitación, cambia. La neblina desaparece y la temperatura sube. La luna se ha ocultado detrás de un macizo de nubes negras que amenazan con descargar el primer aguacero del temporal que ya está encima, y la oscuridad se espesa más. El calor arrecia. Sofía sigue con la cara hacia el techo, sin atreverse a mirar hacia la puerta, porque no tiene dudas: sabe que él está ahí, con su traje de Tigre y su máscara con ojos de espejo. También sabe que es inútil, no podrá escapar y, al final, lo desea.
Definitivamente, siempre fue suya, en la vida…como en la muerte. Siempre suya; porque desde niña fue la novia de Quétzal, del Tigre, de Quétzal, del Tigre…por siempre y para siempre. Por eso, no opone resistencia cuando él se acerca para tomarla entre sus brazos; no grita, no protesta, no llora ni se acongoja, no teme. Con la confianza que siempre le tuvo, rodea con sus tiernos brazos el cuello de él y se sostiene con fuerza. ¿A dónde la lleva? Eso no importa. Por fin su sueño se cumple, y en el momento en que El Tigre salta por la ventana, con ella como su mejor botín, y corre entre el plantío de tomate, bajo las primeras gotas de la torrencial lluvia, Sofía entrecierra los ojos y deja que el destello de un relámpago que ha rebotado en uno de los espejos de la máscara, se filtre por sus pestañas, le ilumine el alma y le corone la frente; porque a partir de esa noche, ella es, por los siglos de los siglos: la esposa del Tigre.
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